El nacionalismo no hace pequeño el independentismo: lo hace sólido

La editorial Afers acaba de publicar en catalán un libro extraordinario del historiador holandés Joep Leerssen: ‘El pensamiento nacional en Europa. Una historia cultural’. Se analiza con un detallismo impresionante la aparición del nacionalismo, a partir de la aparición de la nación, con la Revolución Francesa. Leerssen no es independentista, más bien es muy crítico con el independentismo; pero leer su texto es un ejercicio imprescindible para cualquiera que quiera entender qué pasa en nuestro país. Ahora que parece que se pone de moda esta frivolidad de criticar el nacionalismo desde un cierto independentismo, la lección de Leerssen es esencial. El nacionalismo no hace pequeño el independentismo: lo hace sólido.

Y lo hace sólido porque la nación es uno de los conceptos culturales más potentes que se hayan inventado nunca, un horno intelectual y de acción sin igual que ha transformado el mundo entero, a veces para bien, a veces para mal. Leerssen remarca acertadamente que el nacionalismo es un fenómeno europeo que se ha trasplantado a otros continentes con déficits claros de correlación. Y por eso no entra a valorar qué ha significado el nacionalismo para las otras culturas del mundo. Lo que es de lamentar, porque, salvando las diferencias indiscutibles, esta mirada nos podría ayudar también. Pongo sólo de ejemplo la obra del gran historiador andalusí Ibn Jaldún y su reinterpretación del concepto de ‘assabyya’, una palabra -como todas- que con el tiempo ha cambiado de significado, pero que se podría definir, más o menos, como el ‘sentimiento de utilizar la solidaridad grupal para hacer algo juntos’.

Leerssen resalta cosas evidentes. Que no ha habido naciones siempre. Que Cataluña no existe desde de Guifré el Pilós (Wifredo el Velloso), cómo España no existe desde Pelayo ni Portugal lo inventó Viriato. Pero que las naciones ahora sí existen; que, de hecho, del siglo XIX hasta ahora son probablemente el fenómeno clave de la política mundial. Y que nacen a partir de fenómenos pre-nacionales, y aquí sí que caben Guifré el Pilós y Viriato y Pelayo. Y Leerssen explica dos cosas más que son fundamentales y no se deberían olvidar nunca. La segunda -las mencionaré al revés- es que las naciones nacen siempre las unas contra las otras, todas, a partir de la creación de la nación primera, la francesa. Y lo hacen en una danza de consecuencias encadenadas de la que el proceso independentista catalán es, si lo quieren decir así, una reverberación tardía pero legítima. La primera cosa que explica, que es la fundamental, es el momento exacto en que nace el concepto moderno de nación y gracias a quién nace.

En esta explicación hay una clave para encarar con propiedad el debate donde ahora la izquierda nacionalista española y una parte del independentismo catalán nos quieren acorralar. La nación moderna nace cuando el rey de Francia y de Navarra (los olvidos en la historia no son nunca inocentes) convoca los Estados Generales -llamémosle parlamento-. Incluyendo, junto al clero y la nobleza, el llamado ‘tercer estado’, es decir los ciudadanos. Después de muchos conflictos, el tercer estado, consciente de que representa al pueblo, adopta el nombre de ‘Asamblea Nacional’, donde la expresión ‘nacional’ significa ‘de todos’. La semántica de la palabra ‘nación’ cambia ese día, el 20 de junio de 1789, para siempre. La nación somos todos y todo el mundo tiene una nación, en diálogo con las que la rodean. Dice Leerssen: ‘La palabra “nación” se había convertido de repente en un elemento galvanizador en la batalla que tenía lugar entre el pueblo y la Corte. A partir de ese momento la palabra “nación” pasa a referirse a la identidad corporativa de todos los sujetos políticos de un país determinado. […] A partir de ese momento una nación estará formada no por súbditos sino por ciudadanos’.

El nacionalismo es la derivación inevitable del estallido de esta nueva categoría social. Y lo es para las buenas y las malas, claro. Nadie puede negar que en nombre del nacionalismo se han cometido algunos de los peores crímenes de la historia de la humanidad. Pero esto no invalida ni el sentimiento nacional ni el nacionalismo en sí. Como los crímenes cometidos en nombre de otras construcciones sociales tampoco las invalidan. Recuerdo ahora el sentimiento profundo que me invadió un día de febrero de 1989, durante mi primer viaje a Estonia, entonces todavía parte de la URSS. Conocí un grupo de gente que se dedicaba a ir a Siberia a reunir las cenizas de los estonios deportados por Stalin que allí murieron. Las guardaban en unas cajas pequeñas. Me hicieron meter las manos dentro de una de esas cajas cuando yo les dije que me consideraba, entonces todavía, comunista. Con los dedos dentro de la caja me pidieron si, tocando aquellos cuerpos convertidos en cenizas, cuerpos que habían muerto a manos de gente que tenía ideas como las mías, no me sentía culpable. Reconozco que sentí una emoción profunda y un dolor indescriptible. Pero les dije que no. Que no estaba dispuesto a cambiar sus muertos por los míos ni a acusar las ideas de los crímenes de las personas. Ahora no dejaré que me vuelven a poner la misma trampa intelectual.

El nacionalismo no empequeñece el independentismo catalán ni sus organizaciones. Al contrario: el independentismo es la apropiación final del nacionalismo por nuestro ‘tercer estado’, un retorno al origen del fenómeno, especialmente enriquecedor y potente. No hemos tumbado y acorralado al todopoderoso Estado español a partir de la elucubración de este partido o de aquel, sino a partir del ‘assabyya’ si se permite el exceso-, a partir de este sentimiento de emplear la solidaridad grupal para hacer algo juntos.

Y es con esta constatación con lo que tengo que decir que querer enfrentar el nacionalismo con el independentismo es de una indigencia política, pero también y sobre todo de una indigencia cultural aterradoras. Y que no haremos ninguna república mejor a partir de la ignorancia. Entiendo que algunos quieran ir más allá del nacionalismo, claro que sí, yo mismo lo intente hace muchos años. Entiendo que en 2019 la complejidad de nuestras sociedades supera con mucho la del París del ‘jeu de paume’ y reclama un pensamiento mucho más abierto y creativo, claro que sí. Entiendo que estamos en una campaña electoral y hay que arañar los votos de los comunes, en franca descomposición; adelante y tantos como se pueda. Entiendo incluso las circunstancias personales que pueden hacer perder de vista el mundo a la gente, y claro que las entiendo. Y entiendo y respeto, por encima de cualquier otra cosa, el derecho de todos de cambiar de opinión. Ya lo hemos visto más veces y en más países, con viajes de un arco tan abierto como el que protagonizó Euskadiko Ezkerra, que fue desde la ETA de la capucha y el tiro en la nuca hasta el PSOE de la cal viva y el asesinato de estado.

Pero, entendiendo todo ello y respetándolo, me siento obligado a no callar y a decir que todos juntos no hemos hecho estos diez años de camino, tan impresionantes y tan fructíferos, tan duros y tan laboriosos, para callar ahora ante la ignorancia, ante la voluntad de aprovechar todo o ante la manipulación interesada. Entre otras razones porque, por decirlo en palabras de Nelson Mandela, cuando dudas sobre si te arrodillas o no, la mejor cosa que puedes hacer es no olvidar cómo has llegado a ponerte de pie.

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