Aunque pueda parecer otra cosa, fue solamente hace un año, el 21 de marzo de 2010, cuando, interviniendo como estrella invitada en la segunda asamblea de Reagrupament, Joan Laporta anunció de manera inequívoca su voluntad de pasar a la “acción política”, y de hacerlo para conseguir un Estado catalán. En aquel momento, el todavía presidente del FC Barcelona hizo sentidos llamamientos a la unidad independentista (“debemos ir todos juntos. No ayuda nada que haya almas libres que hagan la guerra por su cuenta”), manifestó que sería “poco inteligente” acudir a las elecciones en competencia con los “reagrupados” de Joan Carretero, y apeló a la generosidad, “a mostrar claramente la voluntad de servicio y no caer en los protagonismos y personalismos, en los celos y en las pequeñas miserias”.
Sin embargo, a lo largo de los meses sucesivos Laporta fue dando largas a los requerimientos de Reagrupament, se sacó de la manga un partido casi unipersonal (Democràcia Catalana) y, a las pocas semanas, lo integró en la singular criatura política llamada Solidaritat Catalana per la Independència (SI). Singular porque reunía a coriáceos adeptos de la hoz y el martillo, junto a felinos especímenes del mundo de los negocios. Singular porque, entre los siete partidos coaligados, los había con un pedigree de cuatro décadas, y otros cuyo historial era una hoja en blanco. En todo caso, de los integrantes de la coalición que habían concurrido anteriormente a las urnas en solitario, ninguno se acercó jamás ni al 0,5% de los votos. Quizá convenga añadir que, según ha admitido Alfons López Tena, el acuerdo de julio de 2010 entre él mismo, Uriel Bertran y Joan Laporta fue alcanzado “en media hora”.
En tales condiciones, y sin regatear el mérito de quienes estuvieron en la sala de máquinas (Emili Valdero, Jordi Finestres, Àlex Fenoll…), parece obvio que la clave de la campaña electoral de SI, el pasado otoño, no fueron las aportaciones doctrinales del PSAN o de Els Verds-Alternativa Verda, ni tampoco las masas de seguidores atraídas por Bertran o López Tena, sino el caudal de popularidad mediática que Joan Laporta había acumulado en la presidencia del Barça, gracias a los éxitos deportivos y gracias también a su gusto por los desplantes populistas. El problema, quizá, es que el propio Laporta había situado el listón muy, muy arriba: en un libro publicado meses antes (Un somni per als meus fills) reclamaba un millón de seguidores…, y el 28-N hubo de conformarse con 100.000; encuestas propias le atribuían el 17% de los votos…, y a la hora de la verdad fueron el 3,29%; tenía dicho que obtener tres o cuatro escaños sería “hacer el ridículo”, a no ser que fuesen decisivos…, y consiguió cuatro, sin ningún poder arbitral.
El locuaz exdirigente futbolístico también había advertido, ya en plena precampaña, que “no tenía ningún deseo de calentar la silla en un Parlamento de fireta”. Seguramente, la constatación de que era eso lo que le tocaría hacer hasta 2014 explica sus últimos movimientos: la ruptura con Solidaritat Catalana per la Independència nueve meses después de haberla dado a luz, la reactivación de su marca política personal (Democràcia Catalana) y el pacto barcelonés con Esquerra Republicana; un pacto -subrayémoslo- por el que la octogenaria ERC trata de igual a igual a la debutante formación laportista: ambas tendrán dos puestos entre los cinco primeros de la lista que comparten con Reagrupament. Se comprende que, ante la perspectiva de pasarse cuatro años en el parque de la Ciutadella como diputado no adscrito, el temperamental Laporta sueñe con ser concejal determinante de la mayoría en la Casa de la Ciudad.
Pero nada le garantiza, el próximo 22 de mayo, la realización de este anhelo. Tal vez por eso Laporta ya comienza a hablar de presentarse, el año próximo, a las elecciones generales españolas, mientras que en Esquerra tienen derecho a preguntarse si han suscrito una alianza o se han abrazado a un meteorito.
Publicado por El País-k argitaratua
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