Decía Walter Benjamin que la escritura del diario no tenía otra forma de organización que la impuesta por la impaciencia del lector. El ritmo trepidante con el que se superponen las noticias, exacerbado ahora por la actualización en tiempo real, da fe de la voracidad con que consumimos las “novedades”. Cada vez hay menos gente que lea en el sentido etimológico de “leer”, palabra que originariamente significaba “recoger”, “reunir”. Leer es espigar en el lenguaje, reuniendo las palabras en haces de sentido. Es una técnica compleja, que no acaba, sino que acaba de empezar, cuando los niños alcanzan a descifrar la cartilla. Alfabetización y capacidad de lectura son cosas diversas y es un error capital considerar la formación lectora terminada con la educación secundaria.
El problema no es que la lectura se haya especializado y leer el periódico requiera una técnica diferente de leer libros, sino que la lectura apresurada y distraída propia de la prensa se ha convertido en hegemónica. A raíz de la metamorfosis de un acto que al principio había sido ritual y colectivo, más adelante privado y reflexivo y actualmente de un solo uso, la literatura ha perdido masa crítica. Hoy ya es poco más que una extensión del diario. En el mercado triunfan las obras que en inglés se llaman ‘page turners’, porque estimulan a volver las hojas con la celeridad de quien engulle materia leve, que se cuela por los intestinos de la mente sin provocar retenciones en la memoria. Y es que la base cultural ya se ha adelgazado demasiado para consentir las grandes obras literarias de un siglo atrás. La otra cara de la moneda, sin embargo, es que la literatura se ha democratizado y hoy cualquiera que disponga de un teclado escribe una novela sacando partido de los temas de moda con sentimentalidad masticada o fantasía construida con imágenes del cine y las series de televisión.
La gente se preocupa, con razón, por la regresión del idioma mientras permanece impasible ante la recesión de la lectura. Sin embargo, el diario es un barómetro de la presión social al texto. Una de las consecuencias más evidentes de la progresiva anomia del significado es la nivelación de prensa y literatura. Un síntoma inconfundible del aplanamiento son las cifras de ventas. Nos muestran, cada vez más, que los libros que triunfan en caja son los de autoría mediática. El problema no es que los literatos hagan periodismo para vivir o malvivir de la escritura. La doble ocupación ha sido un clásico a partir del siglo XVIII, cuando la novela despega paralelamente con la prensa. Pero en el siglo XXI esa dualidad resulta anacrónica desde que los medios han colonizado la literatura. La obsesión de estar “informado” de todo a todas horas origina sobreabundancia de oferta y la preferencia por los contenidos pre-digeridos crea intolerancia a la escritura intrincada, que es, por naturaleza, la que reclama el pensamiento. Desde el momento en que pensar ya no es aventurarse en territorio conceptualmente hostil, el lenguaje se vuelve perezoso, se adapta a las expectativas y florece en clichés. Entonces también la lectura se muestra refractaria al neologismo en la forma y a la antífrasis en el fondo.
Lo que de verdad fideliza al lector de un diario es la necesidad de ratificar un convencimiento. Los editores responden a la impaciencia del lector multiplicando las secciones a fin de retenerlo y ganar otros nuevos con una oferta proporcional a la curiosidad, preocupaciones, inquietud, curiosidad o simplemente al tedio atribuidos al cliente de la cabecera en cuestión. La automatización de la oferta, que puede ir de las recetas de cocina a los consejos dietéticos, de salud o incluso pediátricos, pasando por las intimidades de la realeza y las “celebridades” de la televisión o del fútbol, tiende a confluir en las cabeceras, por diversas que pretendan ser en otros aspectos, pues la pluralidad de “puntos de vista” se funda en variaciones tonales más que en originalidad de visión. El indicio más claro de la operación mecánica de esta escritura es la traducción automática de artículos que practican algunos rotativos de lengua catalana receptores de subvenciones públicas en concepto de apoyo al idioma, subvenciones que, en vista de la degradación que practican, sería mejor destinar a mejorar el programa de traducción de Google.
La holgazanería del lector y del articulista se retroalimentan. A principios de los años treinta, Benjamin ya notaba que la asimilación indiscriminada de los hechos por parte de un público capaz de tragarlo todo suele ir de la mano con la asimilación indiscriminada de los lectores, que desde este hecho son elevados a colaboradores, es decir, a la facultad de decidir la forma y el contenido de las “noticias”. Con perspicacia casi profética, Benjamin previó la transformación radical del diario medio siglo antes de la aparición, en la prensa digital, de un espacio casi ilimitado para la participación del lector, que no sólo comenta o critica o incluso reescribe el artículo, sino que a menudo materializa en ello la impaciencia para leer lo que ya sabe, o cree saber, pero desea verlo reproducido.
Benjamin seguramente tenía presente la introducción de las cartas del lector en los rotativos o simplemente la influencia que ejercía con el incremento o disminución de las suscripciones. Pero en la degeneración de la escritura en la prensa veía también un impulso dialéctico que llevaría a restaurarla en una prensa de otro tipo. Se daba cuenta de que, en el momento en que la escritura ganaba en extensión lo que perdía en profundidad, la distinción tradicional entre escritor y público tendía a desaparecer, y en ello veía un cambio social deseable. El lector accedía cada vez más al rol de autor con la autoridad de una especialización laboral o técnica, que ya no era la formación especializada de la escritura. La escritura, habiendo sido redil exclusiva del escritor, se convertiría en propiedad pública. Para decirlo con una imagen de Baudelaire, la escritura yace en medio de la calle, entre el barro de las cosas pisoteadas, a disposición de quien quiera recogerla. O con una imagen similar de Benjamin -que fue un gran lector de Baudelaire-, es la escena de la infinita degradación de la palabra, en el diario pues, donde se prepara su salvación.
Así no sólo por causa de la democratización de la escritura a raíz de la alfabetización general, sino sobre todo porque la prensa permanece como el último baluarte de la palabra formal en época de descomposición del lenguaje. La descomposición no anuncia el regreso a una oralidad estructurada por el arte de la oratoria, sino una nueva barbarie de comunicación por interjecciones, onomatopeyas y explicativos. En la pendiente por donde se desliza la literariedad y, en el caso del catalán, la propiedad estricta del lenguaje, hay que medir el valor de un periódico no por la aparatosidad del menú o la posición ideológica ante el ir y venir de las “actualidades”, sino por el compromiso con la palabra. El cuidado lingüístico no es un detalle superficial, ajeno al sentido que toma el mundo en las páginas del diario, sino la condición que permite ejercer la competencia escritural (y también lectora) que Benjamin consideraba patrimonio del trabajo en un mundo gobernado por la técnica.
VILAWEB