Con la decisión de no ir a la manifestación de la Diada, Pere Aragonès se ha puesto la venda antes de la herida. El miedo al monarca a pasear entre el pueblo es siempre una confesión de despotismo. El espanto de los políticos populistas ante el pueblo alcanza cotas inéditas. Si Jordi Pujol era capaz de acallar a un público adverso en la Feria de Abril, Ada Colau –tan belicosa tiempo atrás– se desentiende de las fiestas de Gràcia por temor a los vecinos. Este apocamiento no sólo define a la persona sino a toda la estirpe que se ha apropiado las instituciones públicas y pretende expulsar de ellas a la gente.
En política los gestos son definidores, no porque manifiesten algo elusivo o esotérico, sino porque revelan de qué pasta está hecho el político. Y de rebote ponen luz en su entorno. El gesto “simbólico” pero de consecuencias reales del nunca suficientemente prestigiado Quim Torra defendiendo la libertad de Oriol Junqueras, Carme Forcadell, Dolors Bassa y Raül Romeva, entre otros políticos, puso de manifiesto el fondo moral del socio de govern. Como aforado, Torra no podía ser juzgado por el TSJC; para destituirlo el Estado debía subir muchos grados la apuesta represiva. Con la cúpula judicial bajo el escrutinio de las instituciones internacionales, ¿Marchena se habría atrevido a condenar a un president en funciones por haber colgado una pancarta en favor de la libertad? La duda es, al menos, razonable.
Expulsando a Torra del parlament, la mesa no sólo actuó por miedo a represalias, reacción humanamente comprensible, o para proteger a los funcionarios, como dijeron en un acceso de hipocresía, pues la razón de ser del funcionariado es justamente proteger al empleado público ante la arbitrariedad política. Lo hizo contra derecho, como ha sentenciado el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en una condena al Estado español que es extensiva al parlament catalán. Por mucho que Aragonés intente oscurecer casuísticamente una sentencia que le desnuda, ésta no tiene grietas. El texto dice sin tapujos que no es democrático despojar de sus funciones públicas a ningún político electo antes de que sea condenado formalmente. A Aragonés el veredicto de la ONU le coge con la contradicción en las tripas. Obstinarse en que el dictamen no dice lo que dice, equivale a confesar que, al menos en los casos del Muy Honorable Quim Torra y de la actual presidenta del parlamento, la mesa ha actuado no de acuerdo con el derecho sino por razón de oportunidad. A estas arbitrariedades aún se les podría añadir la negativa de Roger Torrent a investir a Carles Puigdemont, nunca condenado por tribunal alguno a pesar de haber sido sometido a varios juicios.
Detrás de estas decisiones está la mano o más exactamente el cerebro de Oriol Junqueras, un político que con el tiempo ha demostrado tener, más que instinto, una pasión incontrolable por el poder. Somos muchos los antiguos votantes de ERC que nos hemos apartado al comprobar que anteponían el afán de incrustarse en las instituciones a luchar por la independencia. Sus estrategas no han entendido que la pacificación no es sustituto alguno de la justicia, que “desescalar” no comporta “desjudicializar”. Rendirse incondicionalmente nunca ha sido garantía alguna de que se respeten los derechos, al contrario, pero los indultados, quienes tenían que volver a hacerlo, “dialogan” con el adversario, como si en la fiscalía ya fuera la hora de retirarse.
Movilizando todos los recursos de la propaganda a la que da acceso controlar el erario, el independentismo institucional ha preferido fosilizar una autonomía vacía de contenido, como si los equilibrios necesarios para mantenerla fueran un equilibrio dinámico que llevará a un Estado independiente.
Como los intelectuales desengañados del comunismo en el libro ‘The god that failed’, publicado en 1949, algunos podríamos escribir sobre el desencanto con ERC. A los autores de aquel libro –Louis Fischer, André Gide, Arthur Koestler, Ignacio Silone, Stephen Spender y Richard Wright– se añadieron muchos más a medida que defender la Unión Soviética se convertía en moralmente imposible. En Cataluña, pocos intelectuales de nivel rompieron al ídolo con la nitidez de los escritores mencionados. Algunos como Joan Sales habían sido comunistas; otros como Josep Pla, autor de un tempranero reportaje sobre la URSS, habían tenido veleidades independentistas. Antiutopista certificado, escéptico de raíz y colaborador eventual del servicio de espionaje de Bertran i Musitu en Marsella, pero también miembro de una red que colaboraba con los aliados pasando combatientes e informaciones de la Francia ocupada, Pla ha tenido que soportar, prácticamente hasta ahora, el sambenito de franquista. En Francia Albert Camus, otro renegado del Partido Comunista, sufrió el ataque furibundo del clan de ‘Les Temps Modernes’ a raíz de la denuncia del estalinismo en ‘L’homme revolté’. Camus tenía un timbre de honor como editor de ‘Combat’, publicación clandestina de la resistencia, pero aún así con la hegemonía del Partido Comunista Francés en la intelectualidad de los años cincuenta y el prestigio de la pareja Sartre–De Beauvoir no bastó para difundir una imagen reaccionaria del premio Nobel.
La revolución devora a sus hijos. Desde el proceso son bastantes los políticos y partidos que han pasado por la guillotina. Sin embargo, sería más exacto comparar el ataque a los defensores del Primero de Octubre con la inculpación de la primera generación de revolucionarios por Stalin. En la misma línea de tergiversación de la historia, ERC lleva tiempo elevando cargos contra sus críticos. Algunos muy chabacanos, como el de convergente, que sueltan con independencia de la filiación, como si fuera la índole natural de los disidentes. Anacrónico en sentido literal y grotesco en tanto que tópico, el epíteto, empleado por la gente de ERC, no significa más que rival a extinguir. Equivale a “burgués” en la jerga de los paladines de la dictadura del proletariado. A medida que antiguos simpatizantes de ERC nos hemos distanciado, nos ha sustituido una gente sumisa a la autocracia en la que se ha convertido el partido fundado por Macià. Así es como se ha llegado a insultar a iconos del antifranquismo como Lluís Llach, a tachar de racista el independentismo concurrente mediante figuritas del pesebre de la corrección política adiestradas a poner el grito en el cielo en el momento oportuno y a encargar a un chapucero como Gabriel Rufián para liquidar políticamente a Puigdemont, así como Stalin encargó a Ramon Mercader asesinar a Trotsky con un piolet.
El despotismo es incontinente e indefectiblemente encuentra su límite en la incontinencia. Acusando a la ANC de excluyente, Junqueras nos recuerda a quienes tenemos memoria a un exaltado Alfonso Guerra expulsando a los militantes históricos del PSOE con gritos de “nosotros somos los verdaderos demócratas”. Al principio de la transición Guerra y Felipe González lo tenían todo a favor para comandar despóticamente el partido llenándose la boca con la democracia. A Junqueras no le será tan fácil hacer pasar gato por liebre. Cuando, espantado por la crítica, tacha de excluyentes a quienes rechazan el régimen del 78, no sólo asume el discurso españolista, como se ha dicho, sino incluso el objetivo. Su histórica marcha atrás arrastra al partido, y quizás al país, al abismo. Promoviendo la guerra contra la ANC, la organización popular que, más que ningún partido o institución, empujó a los políticos al referéndum, ERC ha logrado desplazar al PSC en tanto que objeto destacado de la crítica patriótica. Ahora son ellos, los republicanos, a quienes les da miedo el abucheo que esperaba a los socialistas cada 11 de septiembre, cuando quienes gritaban eran sobre todo gente de ERC.
Para un político que se proclama independentista, menospreciar el independentismo popular es un pésimo negocio. Abriendo las hostilidades contra la ANC, Junqueras ha terminado de objetivar el cisma entre el pueblo y su partido, entre calle y govern. El divorcio no se saldará con una pérdida de votos que tanto podría ser eventual como precipitar a ERC por el camino de Unió Democràtica, de Convergència, de Iniciativa, del PDECat o de Ciudadanos. El resultado podría ser peor y conducir a encontronazos no sólo retóricos, en los que la acción independentista deba enfrentarse al independentismo falso y el gobierno que se llama independentista la reprima. De hecho, la represión interna ya trabaja, por un lado con los Mossos denunciando y por otro con la Generalitat actuando de acusación particular en los juicios contra los defensores de la libertad.
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