Lo decía todo el cronista de este periódico que ayer relataba la exhumación de los cadáveres de cuatro desaparecidos, por fin hallados al cabo de tantos años, en una cuneta de Aibar: “Volvieron a ver la luz que se les negó el 3 de septiembre de 1936 y recuperaron la dignidad que, aquel día, algunos les quisieron usurpar”. Sí, finalmente han encontrado un enterramiento digno y unas exequias honorables. En 1948, Vladimir Jankélévitch publicó un texto titulado así: Con honor y dignidad. En él defendía la idea, con el paso de los años generalmente asumida -y ahora hecha suya por el juez Garzón-, de que los crímenes cometidos en tiempo de guerra contra determinados grupos de población indefensa, especialmente de darse con enseñamiento y de manera sistemática, son crímenes contra la humanidad que no prescriben, no deben ser olvidados y exigen la reparación de la memoria y la dignidad de las víctimas. Pues bien, de eso es de lo que ha habido poco, más bien muy poco, en lo que se refiere a los crímenes de guerra y postguerra del franquismo. Por eso mismo, son muy poco admisibles los olvidos deliberados y cómplices, por no hablar de los “no nos pidan que reprobemos los crímenes de cuando ni habíamos nacido” y de las zancadillas al juez que acepta juzgar tales crímenes. Si se pide aún hoy la condena de tales crímenes del ayer es porque son de una perversidad tal que no debiera quedar impune. Se ha dado poco la reparación, el reconocimiento de la dignidad y menos todavía el imperativo de contar los hechos tal como se sabe que fueron. En 1956, Jankélévitch publicó ¿Perdonar? La idea es ésta: hay una forma muy alta del entendimiento llamada bondad, que es capaz de una generosidad máxima llamada perdón. Pero el perdón no es tal ni puede darse si no se entiende qué significa cancelar la deuda, si ésta no es previamente reconocida en toda su dimensión y si las humillaciones de los criminales no son reparadas con el reconocimiento, el respeto y el recuerdo de los humillados.