La persistente, aunque por ahora fallida, persecución del juez Llarena contra el president Puigdemont y los demás miembros del Gobierno de la Generalitat exiliados hace evidente la autarquía del sistema judicial del Reino de España, aparentemente adherido a los principios y valores de la Unión Europea, pero en la práctica ajeno, como lo demuestran las desproporcionadamente numerosas resoluciones judiciales comunitarias que obligan a modificar la legislación estatal, ya de por sí adaptada con retraso.
Además de seguir su particular batalla judicial mediante las crónicas de Josep Casulleras en Vilaweb, hay que entender el comportamiento del juez Pablo Llarena como una muestra de la mentalidad colectiva que impregna, no sólo la judicatura, sino el conjunto del integrismo español contemporáneo cronificado en al aparato de Estado y los poderes fácticos que dominan el sistema político constitucional, un caso excepcional en la Europa democrática.
El “ensimismamiento” es una conducta colectiva que se ha convertido en rasgo identitario del nacionalismo español. Se trata, probablemente, de un neologismo surgido del lenguaje popular a principios del siglo XIX y recogido por primera vez en el “Diccionario Nacional” (1846-1847) del erudito progresista gallego Ramón Joaquín Domínguez (1811-1848), que el definió como “abismarse en sí mismo; pensar consigo de sí mismo, Haciendo abstracción de todos los objetos que le rodean”. José Ortega y Gasset fue uno de los intelectuales que en el siglo XX actualizó la noción en un texto titulado “Ensimismamiento y alteraciones”, publicado en 1939, afirmando que es “un espléndido vocablo, que solo existe en nuestro idioma”. En nuestros días, lo reivindica Pedro Álvarez de Miranda, “Ensimismarse”, (Instituto Cervantes, 10 de abril de 2013), calificándolo de “magnífico verbo”.
A pesar de estas alabanzas, el “ensimismamiento” está poco estudiado desde un punto de vista histórico y político. Parece evidente que nace en una etapa decadente del imperio español, afectado por las progresivas independencias de las naciones latinoamericanas que culminan con “el desastre del 98”. Ese declive lo tratan de cambiar unos pocos intelectuales regeneracionistas (Joaquín Costa, en lugar destacado), pero, a diferencia de sus coetáneos catalanes de la Renaixença, tenían escasa incidencia en la sociedad que se esforzaban por revitalizar, eran esfuerzos individuales que no llegaron a construir un proyecto cultural colectivo ni tuvieron ninguna proyección hacia el sistema político de la Restauración. Ya lo dejó escrito Antoni Jutglar en su magnífico ensayo “La España que no pudo ser”.
Como acertadamente describe Lourdes Sánchez Rodrigo: “Por eso, su nostalgia del tiempo pasado, su atracción por una Castilla primitiva y medieval -la única que creían auténtica-, o su nostalgia por la infancia, que no es sino la simbolización de este pasado, la búsqueda de un paraíso perdido de clara influencia romántica, así como su admiración por los pueblos, porque aún conservan un modo de vida incontaminado de todos los cambios que había sufrido el mundo, los cambios materiales y los espirituales. Una admiración que les llevará al desprecio por las ciudades modernas, o sea, civilizadas” (“El Regeneracionismo catalán en España”, Miscelánea Joan Fuster, Volumen V, PAM, 1992, página 226).
Hoy día el ruralismo castellano ha sido sustituido por la locura de la megalópolis madrileña, pero la pereza intelectual, la miseria moral, la actitud refractaria a las exigencias contemporáneas de libertad y prosperidad, subsisten en la mentalidad integrista y supremacista de las élites que ejercen la hegemonía ideológica (por decirlo de alguna manera) y garantizan la continuidad del orden estatal. De las que Pablo Llarena es exponente destacado.
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