El impacto del 23-F en Cataluña

Hoy se cumplen 35 años del “¡Quieto todo el mundo! ¡Todo el mundo al suelo!”, las palabras que dirigió el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, en medio de un silente Congreso, que tuvo que paralizar la votación sobre la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Con la custodia de 288 guardias más, Tejero sembró el caos en la Cámara baja, en lo que fue un fallido golpe de estado militar que hizo tambalear la imberbe democracia española.

La España de los siglos XIX y XX ha estado condicionada por el protagonismo de los militares en la vida política. Así nos lo hacía ver el libro del profesor Carlos Seco Serrano, ‘Militarismo y civilismo en la España contemporánea’, publicado en 1984, tres años después del último intento de golpe de Estado. Ciertamente, el fracaso, al menos nominal, de aquel 23-F de 1981 concluyó lo que había sido la esencia del régimen franquista, que el ejército fuera el garante del Estado nacional y se convirtiera en la columna del poder.

Durante los siglos XIX y XX, los militares se convirtieron en el puntal de la vertebración del Estado nacional. Desde la guerra de 1808 contra Napoleón, en medio de la cual se aprobó la famosa Constitución de Cádiz, los militares fueron el instrumento para preservar la unidad de España y, también, para preservar el sistema centralizado que le ha caracterizado desde la llegada de la dinastía de los Borbones, por encima de otros factores (la educación, la lengua o la religión) que en otros lugares ayudaron a la construcción de un Estado nacional compartido por comunidades de origen diverso. Salvo dos cortos períodos, que en Cataluña se correspondieron a la década que duró la Mancomunidad de 1914 o los ocho años de la República, la norma en España fue la guerra.

El origen del papel preponderante de los militares como colectivo social y del Ejército como institución reside en el raquitismo de la democracia española y de las muchas guerras en las que participó. Empezando por la guerra napoleónica, las acciones bélicas no tienen freno: guerras carlistas, guerras coloniales en África y Latinoamérica, “pronunciamientos”, golpes de Estado y fraudes electorales de todo tipo, además del uso de la violencia como arma política. España es, seguramente, el lugar de Europa donde se ha asesinado a más jefes de gobierno y donde el Estado ha ejercido una brutal violencia política enmascarada de orden público.

El raquitismo de la democracia española también se pudo constatar durante los años de la Transición. La reforma pactada del régimen franquista no fue nunca una real ruptura con las bases del régimen franquista. No sólo no se rompió con el pasado desde un punto de vista del personal político, sino que muchas leyes franquistas continuaron vigentes a pesar de la aprobación de la Constitución de 1978. La Ley de amnistía del 15 de octubre de 1977 entonces se vivió como un gran triunfo de los demócratas, aunque varios colectivos (la Unión Militar Democrática, los presos sociales o presos políticos con delitos de sangre) quedaron al margen de la misma. Pero con el paso del tiempo lo que había sido un “triunfo” de la oposición antifranquista se convirtió en una ley de “punto final” que incluso incidiría en la manera de interpretar el pasado.

Es evidente, pues, que el 23-F terminó siendo un punto de inflexión que llevaría de nuevo a los militares a la arena política siguiendo la tónica de otras épocas. De hecho, aquel intento de golpe de Estado se parecía bastante a los “pronunciamientos” del siglo XIX. No suprimió la democracia pero consiguió dar la vuelta a lo pactado entre la oposición y los jerarcas del régimen franquista que habían sido lo suficientemente listos para darse cuenta de la deriva del tiempo. La sorpresa fue, si acaso, que el PSOE -y en parte el PCE- se apuntaran a esa rectificación.

Incluso el expresidente de la Generalitat Josep Tarradellas había anunciado antes de la entrada de Tejero en el Congreso que hacía falta “un golpe de timón”, opinión que coincidió con los movimientos de algunos militantes del PSOE, el más destacado de los cuales fue Enrique Múgica, que hicieron lo imposible por echar a Adolfo Suárez y promover un Gobierno encabezado por un general. Es sabido, porque los protagonistas tuvieron que declarar ante el juez instructor del caso del 23-F, José de Diego, que Múgica se reunió con el general Alfonso Armada en casa de quien entonces era alcalde de Lleida, Antoni Siurana, acompañado de Joan Reventós, máximo dirigente del PSC. Ninguno de los cuatro negó nunca la comida sino la intencionalidad política que se decía que la había provocado, la cual aún está por determinar, y que no era otra que proponer un gobierno de coalición presidido por un militar, el mismo Ejército.

Justo un mes antes del 23-F, el 25 de enero de 1981, se publicó en Diario 16 el llamado Manifiesto del 2300, encabezado por Amando de Miguel y Federico Jiménez Losantos, para denunciar lo que a su entender abocaba a Cataluña “hacia la intransigencia y el enfrentamiento entre comunidades, lo que, de no corregirse, puede originar un proceso en el que la democracia y la paz social se vean amenazadas”. Esto ocurría en Cataluña, pero sectores de la patronal y de la Iglesia también se manifestaban en contra de la rápida evolución política desde la muerte del dictador y culpaban a Suárez de haber traicionado el legado franquista. El actual presidente de la CEOE, el catalán Joan Rosell, entonces un empresario de 23 años, escribió un libro, ‘España en dirección equivocada’, en el que propugnaba un Gobierno “por encima de partidos e incluso de ideologías” que podría estar “capitaneado por una personalidad independiente, incluso un militar”.

La Operación De Gaulle pretendía dar protagonismo a unos militares que, por otra parte, estaban muy preocupados, y con razón, por el terrorismo. El número de muertos por razones políticas era elevadísimo: un militar, un guardia civil, un policía o un estudiante o un abogado o un opositor eran asesinados cada dos días. Entre la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 y el 23 de febrero de 1981, ETA asesinó casi 400 personas, la mayoría guardias civiles o militares, y desde hacía tiempo circulaba el rumor de un posible golpe de los coroneles. Pero también se mataron abogados, parlamentarios o personas del entorno abertzale sin ningún tipo de contemplación.

Después del 23-F el Ejército quedó neutralizado y la labor al frente del Ministerio de Defensa de personajes como el general Gutiérrez Mellado, Alberto Oliart, Narcís Serra y Eduardo Serra, sumado a la entrada de España en la OTAN el 1986, dio la vuelta al rol de las fuerzas armadas en la política española. Desde entonces el “civilismo” se ha impuesto al militarismo. Y sin embargo, el “pronunciamiento” del 23-F consiguió el efecto que perseguía: detener la estructuración de España como un Estado plurinacional, multilingüístico y abierto. Desde entonces, por lo tanto, se puede decir que se quiso rectificar lo pactado en 1976 -mucho antes de la promulgación de la Constitución de 1978- y que se resolvió con el retorno del presidente Josep Tarradellas el 23 de octubre de 1977 y la restauración provisional de la Generalitat de Cataluña. Aquella pequeña gran ruptura aún inquieta a la política española y es la fuente de la crisis política e institucional que preside las relaciones entre Cataluña y España.

LLIUREIMILLOR.CAT

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