El experimento vasco-catalán de inversión de la violencia

La Constitución incomodó al franquismo sobre todo en la cuestión territorial. Tiene lógica que, en las coordenadas GPS actuales, los soberanismos la vean corta, pero, en el momento en que se gestó y aprobó, las “nacionalidades” y las autonomías eran demasiado anchas para los herederos de los que las enviaron a prisiones, exilios y piquetes de ejecución. La prueba más evidente es que regresiones sustanciales de derechos que arrancaron del golpe de estado del 23-F afectan a este tema tan sensible de raíces fundamentalmente vasca y catalana. Se comienza el mismo 1981 con la devaluación de las tres autonomías nacionales de la República en un Estado autonómico que ha llegado a las diecinueve, con prefabricados de banderas e himnos. Y se sigue con la Loapa (1982), la ley de partidos (2002), la sentencia del TC sobre el Estatuto (2010) y la aplicación del artículo 155 en Cataluña (2018).

Mientras el independentismo vasco tuvo un correlato terrorista, el combate era muy claro: policía y jueces, con excesos represivos sin hilar fino. Pero cuando el independentismo tuvo más alcance que la violencia, y finalmente la violencia cesó, el problema pasó a ser directamente político. A partir de la tregua madre de Lizarra-Garazi, en 1998, comienza en clave de proceso el fin de ETA, y con ello la réplica del principio PP de anexión a ETA de todo el soberanismo. La única manera de combatir un soberanismo democrático era teñirlo de violencia, añadirle un delito que justificara la acción penal porque no había voluntad de afrontarlo teniendo en cuenta la autodeterminación. Ni siquiera con la marca eufemística acuñada por el PNV de “ámbito vasco de decisión” o la propuesta de desarrollo constitucional de la disposición adicional primera de reserva de los derechos forales, que enunciaron constitucionalistas de raigambre como Ernest Lluch, que había sido ministro socialista, y Miguel Herrero de Miñón, uno de los redactores de la carta magna, del PP.

La operación era la apertura de la factoría jurídica -la ‘brigada Aranzadi’- que ahora pesa penalmente sobre el independentismo catalán: criminalizarlo por la vía de la movilización más grande que se ha visto nunca del oficio ancestral de retorcer las leyes. La expresión más sencilla de este laboratorio legal es negar la existencia de unos presos políticos que ninguna democracia no se puede permitir. Una maniobra ciertamente de gran tradición universal: Iulen de Madariaga sacó del armario la toga doctorada por Cambridge y se defendió en los tribunales franceses argumentando que el terrorismo de la acusación era el mismo que los nazis habían imputado al héroe de la Resistencia Jean Moulin y al entonces presidente François Mitterrand. El trayecto que había iniciado Madariaga lo cierra Arnaldo Otegi, desde un punto de vista personal el icono más claro de la paz, que ha cumplido seis años largos de prisión y continúa inhabilitado. Entre el uno y el otro, en el referente irlandés de la guerra y de la paz, Bobby Sands murió siendo diputado en Westminster por una huelga de hambre que reivindicaba el estatus de preso político.

El experimento vasco de criminalización de la disidencia empezó por el principio de la comunicación: las regresiones democráticas que implementaron las nuevas derechas, duras pero de diseño, suelen probar si pueden restringir libertades sin daños colaterales. La difusión en vídeo de la declaración de ETA ‘Alternativa democrática’ por parte de Herri Batasuna (HB) era el primer manifiesto importante en el camino de dejar las armas, no había sido considerado delito en soporte papel y HB no era el autora sino sólo el canal. Pero llevó a la cárcel a su mesa nacional, con sus dos diputados incluidos. Era en 1997, y de allí se pasó a los cierres de los diarios ‘Egin’ y Egunkaria’, sin ahorrarse ni por pudor mediático el torturar a su director, Martxelo Otamendi; las ilegalizaciones en cadena de siglas abertzales; la judicialización incluso del diálogo, y la condena de miembros de la mesa y del presidente del Parlamento, Juan Mari Atutxa…, que en su etapa de consejero de Interior había sufrido varios intentos de atentado de ETA.

A raíz del vídeo ‘Alternatiba Demokratikoa’, establecí en el ámbito académico -con licencia literaria de Bram Stoker- la “hipótesis de la vampirización de la democracia”, que en síntesis planteaba que el vampiro terrorista muerde la yugular de la democracia que lo combate y la hace cautiva. A partir de entonces, la población clónica del vampiro se le enfrenta no con las herramientas que la legitimaban, sino con métodos que dañan derechos.

La criminalización del proceso catalán parte de allí, pero aquí ha sido necesario un nuevo experimento, también con el apoyo audiovisual, en este caso por pasiva: la inversión de la violencia. Las imágenes del Primero de Octubre muestran violencia policial y contención de la población. Que los testigos policiales lo nieguen, estirando mucho el garantismo se podría interpretar como que se lo creen a conciencia o que se creen en el deber de hacerlo. Pero negar el contraste de las imágenes en tiempo real favorece en este supuesto el laboratorio del doctor Mabuse para demostrar, en un tribunal de la instancia más alta, que la repetición de una versión que no se ajusta a la realidad puede terminar suplantándola.

Hay unos cuantos agravios añadidos, una parte de los cuales los podemos sustentar en dos historias tan diferentes como que Euskadi construye el imaginario simbólico de nación con la resistencia, mientras que Cataluña lo hace con el pacto. Pero un agravio sustancial es que si el terrorismo era un hecho indiscutible, el golpismo y la rebelión aplicados al ‘Proceso’ son opinables. Se los endosan porque así se asocia al ‘Proceso’ a la violencia que necesitan para una criminalización que convierta en delito común lo que, si como mucho llegara a ser delito, sería político, el mal menor de la sedición o la desobediencia. La viscosa comparación entre los presos catalanes y los violadores y corruptos demuestra que efectivamente eso es lo que pretenden las derechas y ultraderechas que lo han instigado desde que decidieron que la perversión de los medios -la violencia- pervertía los fines -el independentismo-: todo era ETA.

ARA