La última propuesta del presidente español Pedro Sánchez, para resolver el conflicto español en Cataluña, consiste en votar un nuevo Estatuto de Autonomía para el Principado. Hace pocos meses, el anterior presidente, también socialista, José Luis Rodríguez proponía aceptar el texto del Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña en 2006. Visto desde Cataluña, ambas propuestas son, francamente, sorprendentes. Es sorprendente, sobre todo, la del presidente Rodríguez. Llama la atención que, después de la tormenta del debate estatutario, en el que partidos como CiU y PSC, el Congreso de Diputados y, particularmente, el Tribunal Constitucional, descabezaron, recortaron y desfiguraron, totalmente, lo que había aprobado la cámara catalana por 124 votos favorables (CiU, PSC, ERC e ICV) y 11 en contra (PP), ahora nos salga con este despropósito. ¿Habla seriamente el presidente Rodríguez? ¿Es consciente de que el Estatuto que aprobamos aquí lo desguazó el Tribunal Constitucional? ¿Nos propone, pues, a sabiendas, que lo que ayer no fue posible, sí lo será ahora? ¿Dónde está la separación de poderes en el Estado español, si puede afirmar, como si nada, que habría que dar cobertura legal a un texto que el máximo tribunal español situó fuera de la ley? ¿Tan fácil era y es, pues, revertir la situación? ¿Y por qué no lo hicieron, entonces, pues, y sí ahora que queremos la independencia como opción mayoritaria?
Ni qué decir que la falta de credibilidad de la política española es absoluta. Y el enojo, también, porque eso querría decir que, en 2006, ya habrían podido aprobar ese Estatuto, si hubieran querido, pero su nacionalismo español se lo impidió. Pero, entonces, el independentismo no tenía la importancia que tiene hoy en la sociedad catalana. Ahora que Cataluña no quiere continuar integrada en el Estado español, ahora, a toro pasado, nos proponen como solución justamente lo que, doce años atrás, podía haber sido una solución para una mayoría de catalanes. España, a lo largo de la historia, siempre falla y ahora vuelve a llegar tarde, proponiéndonos más autonomía cuando aquí ya nos encontramos en otra etapa. Hacen con nosotros lo mismo que en el siglo XIX hicieron con las diferentes naciones americanas, a las que ofrecieron autonomía fuera ya del tiempo reglamentario. Demasiado tarde, porque, cuando estaba muerto, la daban la comunión.
No menos sorprendente la propuesta del presidente Sánchez. ¿De verdad cree que alguien se puede tomar en serio, la idea de un nuevo Estatuto como solución al problema español? ¿Alguien se imagina, por un solo instante, volver a empezar el penosísimo, agotador y frustrante viaje a ninguna parte del último Estatuto? Tantas horas de negociación, de debate, de enmiendas, para terminar despedazando su texto verdugos de carnicerías varias? El esfuerzo civil e institucional, invertido en aquella aventura estatutaria, fue colosal y, justamente, la derrota política, institucional y legal del Estatuto de 2006 es lo que nos ha llevado a donde estamos ahora. Aquel recorte salvaje hizo despertar, de repente, a muchos compatriotas, como un jarro de agua fría en la cabeza, perturbando una siesta apacible, despatarrados en el sofá de casa, un domingo cualquiera. No perder más tiempo en recorrer caminos que no llevan a ninguna parte.
Sin embargo, todavía hay otro argumento. El sistema autonómico actual, para los que habían tenido autogobierno y lo reclamaban, pero también para los que nunca se les habría ocurrido que pudieran llegar a tenerlo, está pensando para impedir que la nación catalana y la vasca salgan del redil. Y tal como ha ido todo, ahora hay 17 comunidades autónomas y dos ciudades africanas autónomas, con parlamentos, gobiernos, presidentes, directores generales, funcionarios autonómicos, coches oficiales, banderas, himnos, tarjetas de cargo y papel con sello oficial con escudo y todo. Y, con toda la catalanofobia que se ha promovido a lo largo de estos años con el fin de ganar votos en España, nadie, nadie, nadie de ningún partido en el gobierno tanto da en qué comunidad autónoma aceptará cualquier solución que consista en una singularidad catalana. Precisamente porque lo que, antes, llamaban “el hecho diferencial catalán” será siempre visto como un privilegio, un trato especial, una salida que “rompe la unidad y la igualdad de todos los españoles”, etc., etc., etc. Ahora recogen, pues, lo que han estado sembrando todos estos últimos años: quien siembra vientos, recoge tempestades. Enredarnos en un nuevo Estatuto es una salida que sólo sirve para aplazar en el tiempo la solución definitiva. Porque ya no queremos votar cuál es nuestro futuro en España, sino nuestro futuro en el mundo. El nuevo Estatuto es inviable porque, como asegura el castizo dicho español, “lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible”.
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