El emérito no es el problema (I)

Mikel Sorauren

La percepción que se ha tenido sobre don Juan Carlos de Borbón ha sido cambiante y oscilado desde el desprecio de quien aceptó ser heredero del dictador Franco, hasta la exaltación admirativa que le fue otorgada interesadamente por los responsables de la transformación de la tiranía franquista. Juan Carlos fue el último de los seguros que garantizaba la transferencia a la nueva forma de Estado del conjunto de estructuras perfiladas a lo largo del gobierno del tirano. Son los viejos poderes de la España eterna, remodelados y adecuados a las necesidades del mundo contemporáneo conformado por sociedades industriales y tecnología avanzada. Mundo abierto, por lo demás, a las conquistas de toda índole que se pueden ofrecer al progreso humano, predominante en el presente en la presunta democracia española.

La vieja oligarquía creada en los tiempos de la monarquía autoritaria, renovada a lo largo de las convulsiones que siguieron a la Guerra de Independencia; hoy de un componente industrial y financiero, que ha relegado el papel de la gran propiedad feudal. En la actualidad la gran propiedad agrícola ha sido arrumbada del liderazgo político, fundamentado en los terrenos económico y social que mantuvo hasta 1936. Los golpes de mano que permiten la acumulación de riqueza tienen lugar en la especulación inmobiliaria preferentemente, siempre aledaña a la corrupción propiciada por el poder político; en definitiva, simple mandatario de quienes tienen el dinero y camino del ascenso social de vivales y de los que se consideran dotados para una carrera rápida y fácil. Al margen de los cambios en esta –que calificaríamos– dirección socio-política del Estado, los factores del poder en España hunden sus raíces en el tiempo anterior a la revolución contemporánea, perfilados en lo que muchos se empeñan en considerar la revolución que dio fin al Antiguo Régimen e instauró el poder representativo, mediante el desplazamiento del autoritarismo monárquico e implantación de la sociedad burguesa. Es fácil seguir la línea que transcurre desde el reinado de Fernando VII, a través de los convulsos tiempos de guerras y pronunciamientos que no acabarán hasta que Cánovas del Castillo, con su mano de hierro, consiga poner en su sitio a militares con ganas de ascenso, políticos de miras cortas, y sacuda con contundencia a los más radicales o, simplemente, desafortunados, forzados a soportar la miseria en que se encuentran sumergidos por la actuación de los egoístas grandes propietarios y los nuevos ricos de la burguesía de negocios. El ejército, fiel al rey y la Iglesia apaciguadora de pobres, dispuesta a la denuncia, constituyen un eficaz instrumento que, tras el merecido castigo del rebelde, buscarán aplicar el bálsamo del perdón previo el arrepentimiento y penitencia.

El esquema funcionó largo tiempo, pero sus mecanismos se deterioraron por las ambiciones de quienes mandaban y la resistencia de los que reclamaban condiciones de vida digna. Una vez más el borbón de turno –ahora Alfonso XIII, como 62 años antes su abuela Isabel–, se dedicó a viajar por Europa –esta vez sin regreso–. Quienes en 1931 creyeron en la República no lograron entender que las exigencias materiales y otras de los necesitados obligaban a medidas decididas y de entidad. La cautela que pretendía no irritar a los fuertes desengañó a los anarquistas. También los comunistas estaban disconformes y los defensores de la libertad de los pueblos sometidos a España frustrados una vez más ante el desinterés de los demócratas españoles con respecto a la cuestión nacional que venía agitando a través de los siglos al Imperio.

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