No hay nada como ver los movimientos ciudadanos que han cambiado realidades políticas aparentemente inmutables para situar la fuerza relativa del proceso catalán. Basta con compararlo con la revuelta de Hong Kong, región autónoma de la República Popular de China con una población aproximadamente como la de Cataluña y una economía con un peso proporcionalmente similar en el Estado, para darse cuenta de que, a pesar los paralelismos, son fenómenos de un orden de realidad muy diferente. No sólo por la diferencia en magnitud e influencia global entre China y España, sino también por la naturaleza política de ambos estados: una dictadura comunista con un líder inamovible en un caso, una democracia formal dependiente de la Unión Europea en el otro. Que España es infinitamente más vulnerable a las repercusiones del uso interno de la violencia que China es evidente. Y sin embargo, no ha sido el independentismo catalán sino la gente de Hong Kong quien ha tomado las calles de manera permanente, ha combatido a la policía y ha puesto al régimen de Pekín en el dilema de emplear la fuerza o permitir una reforma democrática del estatuto de la ciudad asiática. De momento, el régimen chino, más prudente que el español, no ha intervenido la autonomía, dejando que la gobernadora de Hong Kong, Carrie Lam, intente desactivar las movilizaciones anunciando una plataforma de diálogo para escuchar a la gente ‘sinceramente y con humildad’ y comprometiéndose a abrir una investigación de la violencia policial contra los manifestantes.
Está claro que la cultura china contempla la anulación del ego de los gobernantes, impensable en España, pero el gesto es significativo porque la promesa de una plataforma de diálogo llega después de que la misma gobernadora suspendiera la ley de extradición que causó la deflagración del conflicto. El poder ensaya medidas conciliatorias en lugar de intensificar la represión. Insisto en que esto es tentativo y puede cambiar en cualquier momento, pues ni China tolerará que la revuelta democrática se extienda al continente, ni los manifestantes cederán a concesiones provisionales. Saben que esa ley era el primer paso para nivelar la región autónoma con el resto del Estado chino, una señal de intencionalidad uniformista similar al que emitió el Tribunal Constitucional con la sentencia del estatuto pronto hará diez años.
Habiendo consiguiendo desactivar la ley de extradición, los manifestantes de Hong Kong han ampliado el objetivo y han exigido más mecanismos democráticos en un claro desafío a Pekín. A estas alturas el desenlace es imprevisible, pero de algo no hay duda: los ciudadanos están decididos a frenar la asimilación de su territorio. Esta resolución no sólo les aporta la atención mundial de la que también disfrutó el independentismo en octubre del 2017, lo que dificulta la reacción violenta del Estado; también endurece su capacidad negociadora con la posibilidad real de salir adelante.
Jugando el triunfo de la inestabilidad en un momento de debilidad de la economía china, agravada por la guerra comercial con Estados Unidos, los ciudadanos de Hong Kong no sólo presionan enormemente al gobierno autónomo y a las élites comerciales de la isla, sino también al gigante asiático, que representa la segunda economía mundial en PIB y la primera en paridad de poder adquisitivo. Comparada con esta correlación de fuerzas, la aventura catalana era un juego de niños. A pesar de que en 2017 la economía española ya había sido debilitada por el endeudamiento, y que el debilitamiento periférico ha acabado extendiéndose el corazón de la Unión Europea, el independentismo no ha sido capaz de sacar de ello ninguna consecuencia estratégica. Al contrario, una parte importante ha aprovechado el creciente riesgo de recesión y la anunciada quiebra del sistema de pensiones para cerrar filas con el unionismo moderado bajo el escudo de las políticas sociales con la táctica que los romanos llamaban ‘hacer la tortuga’. Políticas paliativas que en la práctica resultan insustanciales y horizontes de bienestar necesariamente imaginarios mientras no se revoque la política extractiva del Estado son la coartada de una izquierda comprometida con el Estado español, es decir, con la derecha objetiva, esencialista y monárquica que gobierna amparada de unas siglas u otras, sin alterar nunca la distribución del poder.
La convergencia de las estructuras del Estado (ejecutivo, legislativo, judicial, medios de comunicación, corporaciones, partidos, empresarios, academia, fuerzas armadas y aparatos de policía) en una misma voluntad represiva desenmascara las apelaciones al estado de derecho en un Estado donde la ley siempre fue un instrumento de dominio. En estos últimos años la involución, incluso ideológica, hacia los fundamentos antidemocráticos del régimen se ha comprobado en todas las instancias mencionadas y se aprecia también en la esfera cultural en casos de degradación tan paradigmáticos como el de un Javier Cercas atrapado en el vórtice de los orígenes y cada vez más cerca de desaparecer por la alcantarilla del fascismo que le fascina con el magnetismo interrogativo de los espejos.
De siempre la dominación, entre etnias, sexos, razas, castas, naciones o clases, ha sido posible por la combinación de violencia y consentimiento. Aunque pareciera abusiva en las circunstancias del final de la guerra civil, la frase de Negrín que es el vencido quien proclama el vencedor era cierta. Franco no se habría podido sostener durante cuatro décadas sin una amplísima coalición de vencedores y conformados. En vano el Partido Comunista se afanó durante muchos años en convocar la huelga general. Con el tiempo, la combinación de dominadores y conformistas evoluciona debido a las contradicciones, como diría un marxista, y el consentimiento se transforma en disenso, en principio pasivo, o sea en lo que el franquismo llamaba desafección, para castigarlo. A veces, sin embargo, el disentimiento avanza al estadio de resistencia pasiva, que es la actitud que caracterizó el ‘procès’ entre 2012 y 2017 hasta romperse el 30 de enero de 2018.
El dilema del independentismo consiste en avanzar a la fase siguiente, hongkonesa, la de la resistencia activa o bien renunciar incluso a la resistencia pasiva, manifiesta en el simbolismo de los lazos amarillos y acciones de apoyo a los presos políticos. Esta renuncia significaría deshacer el camino que llevó al Primero de Octubre, retrocediendo al disentimiento pasivo que dicta la actual política de los partidos independentistas y eventualmente al consentimiento activo de la etapa de CiU, que ya apunta en declaraciones de intención de relevantes miembros de las cúpulas. El único pulso de resistencia activa lo hemos visto en acciones esporádicas de los CDR, en general minoritarias. Y, a pesar de que hayan disparado las alarmas del ‘establishment’ independentista y originado la represión a menudo entusiasta de la policía catalana, estos actos de resistencia activa están lejos de la rebelión. Ni ésta sería todavía la revolución, que sólo en caso de triunfar llega a cambiar las estructuras sociales. ¡Vean pues cuán lejos está la república!
La deslegitimación del presidente Torra en la mayoría de medios catalanes deja poco margen de duda sobre quién gana la partida en la lucha sorda dentro del independentismo y dentro de los partidos. Secundado por el repliegue precipitado de los partidos a raíz de la represión, con gestos tan derrotistas como investir a Pedro Sánchez, el Estado ha superado su crisis de legitimidad, imponiéndose claramente a una voluntad popular en quiebra. Una quiebra, hay que decirlo, ayudada por la descoordinación incluso entre las asociaciones civiles. El ejemplo de Hong Kong, así como de algunos otros de geográficamente más próximos, debería conjurar el narcisismo de la sociedad catalana, reflejada en la coreografía de la reivindicación y convencida hasta hace poco, y algunos hasta ahora mismo, de que el Estado se rendirá seducido por la belleza platónica de las formas.
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