Como en otras campañas electorales, estoy hasta la gorra de tanto discurso, de tanta propaganda, de tanta retórica. Hace unos días recibí un SMS que decía: “Concentración en la catedral a la 12 de esta noche para exigir a Dios que resucite al Papa y poder ver algo en la tele. ¡Pásalo!” Si existe un dios de las moscas, ¿no es posible que exista un dios de las urnas al que recemos y maldigamos, y que nos libre cuanto antes de esta plaga de campañas electorales?
Estoy hasta la gorra de que nos birlen el futuro con juegos de espejos y urnas de cristal, como a los indígenas americanos les birlaron el oro de sus joyas. Pero, aparte del cansancio, me apura la duda de hasta qué punto estamos amarrados a una noria que da vueltas en el mismo sitio, que sólo gira en la dirección programada y no va a ninguna parte.
Me gustaría salir del engranaje y observar el panorama. El contexto. Vivimos en un mundo globalizado, en la sociedad de la información, y ambas circunstancias nos cogen de lleno, con la suerte relativa de afrontarlas desde el Primer Mundo. El sistema económico, por ejemplo, opera en esa dimensión globalizada. Hoy cualquier producto (aviones, ordenadores, coches…) se construye por partes, en fábricas dispersas, y se monta en algún lugar que no tiene nada que ver con la procedencia de las piezas. El comercio, el transporte, el turismo… todo un mismo mercado. Cuando a una empresa no le resulta cómoda una ubicación, por los costes laborales o por lo que sea, se desplaza. Se deslocaliza a cualquier rincón del planeta, y sigue funcionando a plena rentabilidad, desde la distancia, como si tal cosa (los empleados deslocalizados no piensan lo mismo; pero qué se le va a hacer). La realidad monetaria (euros, petrodólares…) trasciende ampliamente las fronteras. Y por si no bastara, la burbuja financiera, esa bolsa de capital flotante que invierte donde le da la gana, que especula, que no toca el tejido productivo si no es para sangrarlo, circula libremente por la geografía desequilibrando todas las economías por las que recala.
Pero con ser la económica la globalización más atosigante, no es la única. Vivimos ya sin distancias informativas. Los medios de comunicación cubren toda la Tierra y en minutos, casi en tiempo real, sabemos del tsunami de turno o vemos imágenes de la agonía de Rainiero o la boda real de Inglaterra. Del 11-M en Madrid nos enteramos más por la prensa internacional que por la cobertura cercana, llena de mentiras y artimañas. Pero no sólo de actualidad vive nuestra mala cabeza, y junto con la información se distribuye también un abundante producto audiovisual de consumo de masas. Cine, televisión, publicidad, productos culturales de todo tipo, que provienen de la poderosa industria norteamericana, nos inundan de mensajes, valores, estilos de vida, ilusiones, mitos, creencias.
Una parte sustancial de este nuevo entramado comunicativo se mueve por Internet, nueva vía de tránsito, que altera todo lo imaginado hasta hoy en la historia humana: información, saber, datos, contactos, acceso a redes… Y con Internet y los medios de comunicación se impone otro fenómeno global: el dominio indiscutible del inglés en el planeta. Quien no conozca el inglés en lo sucesivo es analfabeto funcional, porque es la lengua de los negocios, del dinero, de las comunicaciones, de la ciencia.
Con la lengua y la cultura ocurre como con aquella anécdota del peligro de echar al niño con el agua sucia al vaciar la bañera. Es decir, no se puede manejar a la ligera. Porque la lengua arrastra todo un universo colectivo, símbolos comunes, tradiciones, códigos socioculturales, identidades…
Y podría seguir enumerando aspectos básicos y enormes de la globalización, como los flujos migratorios, que mueven a millones y millones de personas, y trastornan profundamente a los países de partida y de llegada, en términos económicos, sociales, culturales, políticos… Pero creo que basta para que nos hagamos una idea de hasta qué punto nos afecta la globalización.
Y esto me lleva a la segunda parte de la ecuación. Es decir, que frente a la disgregación, el desorden, la desestructuración que genera esta realidad caótica, o si se quiere sistémica, que se mueve en razón de sus propias tendencias y apetencias, el único sujeto real que pone algo de orden es el Estado. El Estado, con su poder, sus leyes y sus instituciones. Con su estructura estable, su autoridad, la adhesión de sus nacionales. El problema es que el Estado no es un instrumento neutro, transparente, sin intereses. El Estado tiene su trayectoria histórica, su leyenda negra, sus clases dirigentes, su origen en la fuerza y la violencia, sus ocupaciones de territorios, asimilaciones de pueblos y culturas…
¿Qué va a defender el Estado? Su propio proyecto histórico, es decir, aquello que lo refuerce, su poder, su lengua, la identidad, la cultura dominante. La francesa en el caso del Estado francés; no otras tendencias interiores, con las que se enfrenta (corsos, vascos, bretones…). Bien lo sabemos en esta tierra.
Así vuelvo a las elecciones autonómicas. ¿Qué discutimos? ¿Democracia y paz? ¿Son posibles en España, ese marco hostil, totalitario, violento, beligerante? ¿Un pacto de convivencia amable, para vivir cómodos en el Estado? ¡Cuándo hemos vivido cómodos los vascos bajo los españoles! Se lo podemos preguntar a los portugueses, que hace tiempo resolvieron la ecuación. ¿Vamos a negociar de igual a igual con el Estado? ¿Cómo, cuándo, dónde?
A medio plazo, sin Estado propio, esa realidad global nos devora. El marco autonómico no resuelve ninguno de los retos que nos vienen, ninguno de nuestros problemas. Ni el euskara tiene un espacio propio, vertebrado, frente al inglés (ni siquiera frente al castellano o el francés); ni a la larga sobreviviremos si no podemos regular nuestras inversiones estratégicas (léase el caso reciente del cierre de Astilleros Izar en Sestao, y sus repercusiones en el tejido industrial).
Sin Estado propio en Europa, siempre le puedes poner una vela al señor de las moscas, aunque sólo sea para ver la tele. Pero desengáñate. Apaga y vámonos.