El dilema de Montenegro

Estos días ha circulado bastante la propuesta de Esquerra Republicana para adoptar la vía de Montenegro a la independencia. Sin duda, desde el punto de vista académico, se trata de un interesante proyecto; un ejemplo pacífico y legalmente ordenado, con la participación del estado-madre y de la comunidad internacional, y un resultado feliz para los que querían la creación de la nueva República montenegrina. Pero me parece una elección poco estratégica desde el punto de vista político, porque es como poner el carro delante de los bueyes; es decir, plantea un acuerdo final, un compromiso final entre las partes, como un punto de inicio ideal. Y no es lo mismo.

Podríamos saltar de alegría si la fórmula montenegrina la propusiera el Reino de España, o la Unión Europea, o cualquier gran potencia mundial. Pero no es el caso, le ha propuesto un partido independentista catalán. La jugada equivaldría a ir a las subastas, o al Bazar de Estambul, habiéndonos rendido antes del regateo. No es demasiado inteligente. Pero vayamos al caso concreto del que se habla, porque se trata de un proceso reciente, del año 2006, y lo tenemos perfectamente documentado. El referéndum de independencia de Montenegro arrancó cuando ambas partes negociadoras, Serbia y el propio Montenegro, pactaron un acuerdo de autodeterminación sin especificar los detalles. Era el procedimiento correcto, poniendo los cimientos antes de hacer el tejado. Primero pactamos el principio, proclamaron, y después ya veremos cómo se aplica. Entonces entraron en la parte más complicada; la negociación.

Establecer el umbral de participación mínima no fue demasiado problemático, dado que había una gran movilización, y nadie consideró contraproducente que se exigieran la mitad de los votos. Sin embargo, las negociaciones para la mayoría válida del SÍ fueron durísimas. El apoyo al Estado propio rondaba el 50%; en algunas encuestas rondaba un poco por encima y en algunas otras un poco por debajo. Los unionistas pro-serbios, pues, hicieron lo esperado, que consistía en reivindicar el 66,66% que se estipulaba en la antigua Yugoslavia para cualquier cambio constitucional. El gobierno montenegrino se indignó mucho y también hizo lo que se esperaba, sugiriendo que un 40% de partidarios de la independencia ya debería bastar para alcanzar la plena soberanía. ¿Por qué? Pues porque el líder soberanista, Milo Djukanoviç, había obtenido el 42% en las últimas elecciones.

Todo el mundo reclamaba y se hacía el ofendido con las propuestas ajenas, como debe ser, y cada uno barría hacia casa de forma descarada. Los regateos son así. Con una gran paciencia se fue progresando en el toma y daca. Y tras la incorporación de intermediarios internacionales, las cosas se centraron un poco. Los independentistas protestaron de que no podían ceder más allá del 50%, ya que entonces estarían dando mayor valor a unos votos que a otros. Era un argumento de peso (de hecho éste es el motivo por el que la mayoría de votaciones se limitan a aceptar decisiones con el apoyo de la mitad más uno de los electores). Sin embargo, al final el resultado no tuvo tanto que ver con los argumentos como con la fuerza y ​​las expectativas de cada parte.

El montenegrino Djukanoviç aceptó la frontera del 55% porque no tenía otro remedio. Ni Belgrado ni Bruselas se apeaban del burro. Ninguna encuesta había indicado que los partidarios de la secesión podían superar ese umbral, pero los independentistas se arriesgaron. Se confiaron en una buena campaña y trabajaron duro, pueblo a pueblo y barrio a barrio. Al final, los votos positivos alcanzaron el 55,5%, y la República de Montenegro entró en el club de los estados libres y soberanos. Había sido una apuesta valiente y atrevida, pero lo habían conseguido.

Por dos miles de votos consiguieron superar una barrera que parecía imposible –y que había sido diseñada para provocar el fracaso de los independentistas, reforzando la imagen amable y dialogante de los pro-serbios. Por cierto, digámoslo de paso; nadie contó el 13,5% de abstencionistas como parte del bloque del No, tal y como estamos acostumbrados a ver en el caso de Cataluña. Fueron descartados en el recuento final de votos a favor y en contra, dado que quienes no votan, obviamente no se posicionan en ningún sentido. De lo contrario, en Montenegro no habría existido independencia.

Al fin y al cabo, creo que en Cataluña, con el debate sobre la fórmula montenegrina se ha realizado otro ejercicio de imaginación democrática. Como estrategia política, no sé, no estoy seguro de que se haya adoptado la receta más acertada. Pueden hacerse mil propuestas, pero siempre deben ser favorables para quien las propone, no a quien las recibe. No tiene mucho sentido adoptar de inicio la propuesta que lograron imponer los pro-serbios en Montenegro. Ya vendrá el momento de las rebajas y el mercadeo. Y aún peor; no se puede ir bajando la apuesta mientras el otro no hace en absoluto contrapropuesta alguna. Son normas muy básicas de regateo, y son necesarias si no queremos acabar regalando nuestros trofeos al contrincante antes de empezar la partida.

EL MÓN