Hace un tiempo, a un par largo de docenas de escritoras y escritores argentinos nos encargaron escribir / reescribir distintos episodios de la Biblia. Más precisamente, del Antiguo Testamento. Lindísimo desafío; me gustan esos laburos por encargo. En este caso me tocó –no tuve elección– el profeta Isaías, e hice lo que pude y se me ocurrió. Me fui al diablo (por no decir al carajo) y al final quedó algo bastante raro, aunque coherente a su manera. Ahora el libro de cuentos está listo, sale en estos días y mientras tiemblo por mí, tengo mucha curiosidad por saber cómo se las arreglaron los demás. Seguro que va a resultar un muestreo amplio y por eso mismo interesante de algunas de las distintas tendencias y registros de nuestra narrativa actual. Quiero decir: cómo cada uno escribió de lo que quiso a partir de lo que le propusieron. Como siempre.
Y con el tema de la Biblia y la recreación de algunos de sus episodios –de lo que está saturada la literatura universal– recordé, más que a Thomas Mann, Hebbel, Kazanzakis o Lagerkvist, ciertas aproximaciones menos trascendentes quizá pero tan inteligentes como el Diario de Adán y fragmentos del Diario de Eva, de Mark Twain; algún descomunal chiste de Crist sobre la ecuanimidad del Rey Salomón y la versión que de La torre de Babel dan Oesterheld y Breccia en Mort Cinder. Pero sobre todo me acordé de El cuervo del Arca, un maravilloso cuento del olvidado Conrado Nalé Roxlo, que me parece una obra maestra absoluta.
Lo leí por primera vez antes de los veinte años, a principios de los sesenta, cuando apareció en la antología Cuentos fantásticos argentinos, compilada por Cócaro para Emecé. Era el primero del libro y fue, junto a Casa tomada, de Cortázar, y creo que Las ruinas circulares borgeanas –con los que nada tiene que ver– lo que más me gustó del volumen. Después -–investigando un poco– me enteré de que Nalé lo había publicado originariamente en 1945 y que recién lo incorporó como relato de cierre a Las puertas del Purgatorio, su último y atípico libro, que salió a fines de 1968, un par de años antes de su muerte. Entusiasmado por la excelencia de El cuervo del Arca, cuando fui docente en el secundario solía propinárselo a mis alumnos con resultados desparejos…
Personaje raro –por luminoso y reconocido pero a la vez nada fácil de clasificar– este Nalé Roxlo. Sobre todo porque no cabe cómodo en ningún casillero de los habituales. A mí me cae muy bien. Fue elogiado y ganó premios con sus obras de teatro, de La cola de la sirena a Una viuda difícil, pero fue, sobre todo, poeta. Pertenece a la extraordinaria generación que nació con el cambio de siglo: Molinari, Bernárdez, Borges, Pedroni, Marechal, Mastronardi, Olivari, e incluso Tuñón, que es un poco más chico… De muchacho, estuvo en la revista Martín Fierro de los vanguardistas, pero él no lo era: a El grillo (“Música porque sí, música vana / como la vana música del grillo. / Mi corazón eglógico y sencillo / se ha despertado grillo esta mañana”), su primer libro de 1923, lo saludó famosamente Lugones, enemigo público número uno –por entonces– de los jóvenes poetas. Es que ningún menor de veinticinco años escribía sonetos.
Pero Nalé es mucho más que esos versos primerizos y pegadizos que han repetido generaciones de engrillados escolares. Como poeta, escribió poco más, pero muy riguroso: Claro desvelo (1937) y De otro cielo (1952) son extrañamente clásicos, pertenecen a esa tendencia (minoritaria) que se consolidó a partir de los treinta –tras los desafueros vanguardistas– de retorno a las formas regulares de la poesía popular o del Siglo de Oro español, detectable también en Bernárdez y en Marechal.
En ese registro, si tuviera que elegir, yo me quedaría con un poema increíblemente hermoso, La esmeralda, cuyos dos últimos versos resumen la derrota y la miseria de un rey en desgracia con estas palabras: “El león del escudo lo seguía / gimiendo como un perro”. Qué bárbaro.
Pero es interesante el otro costado de Nalé, el del periodista de todas las redacciones, el remador de las secciones fijas, el amigo de Roberto Arlt y humorista finísimo escondido bajo el seudónimo de Chamico. Ese Nalé sutil, jodón y de increíble capacidad camaleónica –-nadie ha superado sus pastiches literarios agrupados bajo el título general de Antología apócrifa– fue también capaz de prologar la primera edición de Todo en líneas del revolucionario Saúl Steinberg y de ilustrar con sus propios dibujos, a la manera de James Thurber –con el que tiene mucho en común–, algunos de sus numerosos, memorables libros de humor.
Que al margen de todo eso haya escrito –casi sin hacer ruido, en un desvío o al margen del cauce habitual de su obra– un cuento como El cuervo del Arca es casi milagroso. Son no más de siete páginas y todo comienza “más o menos como en el poema de Edgar Poe”. Un cuervo cachuzo, feo y ronco llega a la ventana nocturna del poeta y le cuenta que él no siempre ha sido así, que alguna vez tuvo hermosas plumas y cantó bonito como el que más. Incluso que era la alegría del Arca durante las interminables cuarenta jornadas del Diluvio, el habitante más preciado y mimado por las hijas del barbado almirante. Hasta que cesó la lluvia y –como dicen las Escrituras– Noé envió a las aves a explorar el abismo, el horizonte infinito, para saber si había quedado alguna tierra firme, para que le trajeran una prueba de la misericordia de Dios. Y allá fue el cuervo…
No se los voy a contar. Sólo les digo que con esos ingredientes bíblicos Nalé consiguió una hermosa parábola, un relato que oímos una y otra vez, conmovidos por la voz desagradable y tan triste del cuervo, “que parecía un disco rayado con una espina de la corona de Cristo”.
Toda una vida de escritor se justifica seguramente con un solo texto perfecto, inolvidable. Este es un caso.