“No tenemos vergüenza de vivir en un país en que se tortura a nuestros semejantes todos los días”. Esta reflexión la encontré en un periódico Chileno. Pero, ¿hay algún estado que se libre de esta lacra? ¿No parece que la tortura esté institucionalizada y por supuesto, conscientemente financiada? Es bien sabido que el Pentágono y el Departamento de Justicia norteamericano aprobaron las torturas de Abu Ghraib. Fue Jhon Dimitri Negroponte, el mismo embajador de USA, quien al frente del batallón 316 aterrorizó Honduras, quien llevó los mismos crímenes y aberraciones a Irak.
“A los extremistas hay que juzgarlos como a prisioneros de guerra (¿Dónde está la convención de Ginebra?). Si es necesario obtener información a la fuerza, hay que hacerlo”, sentenciaba el ex-diputado chileno Maximiano Errázuriz. Se tortura a la gente por la seguridad nacional, decían los oficiales chilenos. Pero no vayamos tan lejos. El ex-relator de la O.N.U., Theo Van Boven, la Asociación para la Prevención de la Tortura, AI y otras entidades, han afirmado que en el estado español se tortura con harta frecuencia. Y con especial saña a los detenidos bascos. No hace mucho, el general Saenz de Santamaría reconocía que, con buenas palabras, los detenidos no cantan. ¿Cuántos manuales militares no contienen auténticos tratados de tortura? Pululan revistas norteamericanas especializadas en tecnología militar que ofrecen impúdicamente “picanas portátiles” usadas para torturar en las calles y en los vehículos de las fuerzas de seguridad. En definitiva, ¿quién ignora que la tortura está institucionalizada? La tortura es endémica en la mayor parte del mundo. Es el peor de los terrorismos por su impunidad; es el terrorismo de Estado.
El ser humano que hoy día ha llegado a conocimientos tecnológicos hace unas décadas impensables, en cuanto al desarrollo de los derechos humanos es un perverso troglodita.
En uno de los últimos informes de la oficina de Derechos Humanos de la O.N.U. se enumeraban las trágicas secuelas de la tortura en el ser humano. Una de ellas evidentemente es la muerte física, demasiado habitual; otra la síquica, o la destrucción de la persona. Ignoro cuál es peor, pero ambas son un crimen de lesa humanidad.
Peter Kooijmans, un relator, describió cómo la personalidad de la víctima, que constituye la dignidad inherente del ser humano, es destruida: “La tortura es la violación por excelencia de la integridad física y mental del ser humano individual”. Yo añadiría: y de su familia, y hasta de su entorno social. En muchas ocasiones, añade su informe, es sabido que se utiliza para aterrorizar y humillar a la población y a determinados grupos étnicos.
Y se puntualizan situaciones estremecedoras. Es un paroxismo del odio de un ser humano contra su prójimo, que se inserta en los escalones más abyectos del universo mundo.
Hoy la tortura es una ciencia macabra. Los torturadores se intercambian experiencias de país a país. Hay técnicos y asesores denominados expertos en materia de subversión. Se maneja toda una nomenclatura, más bien una jerga siniestra, cuyo mero conocimiento horroriza: parrilla (cama metálica donde acuestan a los cuerpos desnudos para aplicarles descargas eléctricas), picana, el teléfono, el submarino o la bañera, la bolsa, etc. Las torturas tradicionales: aislamientos hasta hacer perder la noción del tiempo, amenazas de ejecución, palizas monumentales, deglución de excrementos… Las habituales violaciones sexuales (especialmente horripilantes con las mujeres), hasta la más profunda degradación… Uso de drogas como el pentotal, hipnosis, técnicas audiovisuales cuyo daño neurosicológico es de gran magnitud… Las refinadísimas torturas síquicas que destrozan la mente y el alma… Muchos de los superviviente de la tortura pierden de por vida el derecho a la intimidad. Comentaba un torturado: “te tienen en sus manos, poseen tu vida, tus pensamientos, tus vergüenzas y tus debilidades”. ¿Qué no se ha avanzado en este terreno desde la inquisición? Pero casi invariablemente, aseguran muchos siquiatras, las consecuencias de la tortura, cualesquiera que sean las técnicas, son físicas y sicológicas. Estas últimas, en general, envenenan toda la vida del superviviente. Suelen perdurar secuelas como alteraciones del sueño, irritabilidad, ansiedad y depresión, falta de confianza en uno mismo, dificultades para las relaciones sexuales, familiares, sociales, pérdida de memoria, etc., etc.
La lista de tormentos que vomitan casi todas las comisarías del mundo sería interminable.
¿Es un ser humano el torturador? ¿Siente el torturador? ¿Quiénes necesitan torturar?¿Quiénes son los que creen tener la prerrogativa de torturar? Podemos imaginárnoslo como un fracaso humano. Podemos concebirlo como un monstruo de cobardía que se aprovecha de la indefensión de su víctima. Como un degenerado que sabedor de su impunidad, se refugia en la nocturnidad y en el anonimato para dar pábulo a su sadismo y a las más bajas pasiones del hombre o en su caso de la mujer. Andres Valenzuela, torturador chileno, dice que para llegar a este nivel de miseria muchos han de ser robotizados.
Pinochet se justificaba: “tengo el apoyo de la ciudadanía, no de los malos ciudadanos, sino de los buenos”. Porque indudablemente, en el sistema ético del torturador, si lo hubiera, parece inevitable la radical división de la sociedad en buenos y malos.
Indudablemente el torturador se nos presenta como un engendro abyecto de ser humano, más incluso que el violador o el propio asesino, por ese matiz de meditado ensañamiento y regodeo. La pregunta es: ¿y el que lo mantiene, lo programa o lo financia? ¿acaso lo es menos? ¿Cuánto cuesta una sesión de tortura? ¿No es una aberración que sea el contribuyente quien pague su propia tortura o la de sus conciudadanos?
Lo grave es que si el ciudadano elige gobiernos que permitan la tortura es porque no ha calado en la sociedad el sentido trágico de este hecho.
Esto no es por casualidad. Hay una complicidad criminal en los gestores de la sociedad, que es la que sustenta este aturdimiento, esta alarmante inconsciencia social.
Es el poder judicial, unas veces cómplice, otras cobarde o ignorante, que no ha querido ni sabido (o no ha podido, es verdad) proteger al ciudadano de la violencia institucional.
Son los medios de comunicación cuando apoyan, callan o tergiversan sistemáticamente el sufrimiento de estos oprimidos.
Son los políticos, unos comprometidos hasta lo más hondo de sus conciencias con el sistema. Los hay quienes por un plato de lentejas se camuflan en la ambigüedad. ¿Y los pocos que la denuncian? Ya se sabe, éstos, en el mejor de los casos, son deportados al olvido o con harta frecuencia arrojados al propio infierno de los calabozos.
Son las confesiones religiosas cuando miran para otro lado, cuando cohabitan o absuelven a los torturadores, abandonando en su cósmica soledad a los torturados.
Son las clases privilegiadas, cuya voracidad crematística y de poder se ejerce con la tranquilidad y parsimonia de saber que la insurgencia está a buen recaudo.
Los relatores de la O.N.U. hablan de mecanismos de prevención y de un Protocolo Facultativo, que comprometa a los estados y acepte la presencia de expertos independientes que sin previo aviso puedan visitar cualquier lugar de detención. Con tales condiciones, hablan de la facultad de poder entrevistarse con cualquier detenido. Y por supuesto exigen la supresión inmediata de la incomunicación. Es escandaloso, como estamos comprobando estos días con el caso de Unai Romano, comprobar a quién atribuyen la credibilidad los jueces, si a la víctima o al verdugo.
Yo no creo que, aunque estos supuestos se llevaran a efecto, se erradicara la tortura. Sé que menos es nada y por algún término habríamos de empezar.
Ni el imperativo de las constituciones, ni los compromisos solemnes que han firmado los estados con la carta de los derechos humanos, ni los cambios de gobiernos. Según Theo Van Boven (¿no lo declararán persona “non grata?), “Se pueden cambiar los gobiernos, pero esto no quiere decir que el sistema vaya a cambiar. Hay todo un conglomerado (no sólo el conglomerado franquista) que forman la burocracia del estado y las fuerzas policiales que habría que cambiar”.
Yo veo el asunto muy grave. Y es que este mundo está urgentemente necesitado de una revolución moral, de un “rearme espiritual”, que de no ponerse ya en marcha va a dejar a la humanidad de nuevo en las sombras de la esclavitud, a no ser que ni para ello nos quede tiempo en esta carrera de autodestrucción que han emprendido los dueños del planeta. Yo por lo menos, mientras tanto, me reiteraré en mis manías de seguir creyendo en la resurrección de los ideales humanos, en éste por ejemplo: “Nadie será sometido a tortura ni maltratos o penas crueles, inhumanas o degradantes”. Se condena “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona, dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella información o una confesión”. Artículo 5 de la declaración de los Derechos Humanos.
Publicado por Nabarraldek argitaratua