Es una obviedad que sin buena información no puede haber buena política. O, dicho de otro modo, que el ejercicio de la democracia presupone la existencia de un ciudadano bien informado, en los términos del sociólogo austriaco Alfred Schütz. Según Schütz, entre el hombre de la calle que sólo conoce lo que experimenta directamente y el experto en un campo específico, está el ciudadano que sabe que su mundo personal está determinado por asuntos públicos que no le son directamente accesibles. Por ello, este ciudadano necesita tener acceso al conocimiento socialmente derivado que le llega a través de analistas y comentaristas capaces de proporcionar información contrastada y de fiar.
De aquí la responsabilidad que tienen los medios de comunicación en el buen funcionamiento de una sociedad que quiera ser radicalmente democrática. Una responsabilidad que ha llevado a considerar la prensa -y, por extensión, los informativos radiofónicos, televisivos y los que circulan por la red- de cuarto poder. Un calificativo que confunde, por cierto, porque la prensa no forma parte de los tres poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- que, cuando son independientes, son garantía de una democracia de calidad. La información periodística y las empresas que la dan -a excepción de las públicas, que merecerían un comentario aparte- tienen ciertamente mucho poder, pero se sitúa en otro plano, fuera del control público, y responde a intereses políticos particulares, comerciales y profesionales. Constituyen un poder, sí, pero fáctico, cuyos intereses están fuera del foco público.
Ahora bien, aunque en general ponemos toda la carga de la responsabilidad informativa sobre la empresa de comunicación y el periodista, sobre su independencia y su rigor, el concepto de ciudadano bien informado apunta también a la responsabilidad del mismo ciudadano. Es decir, el ciudadano que aspira -o debería aspirar- a estar bien informado. Quiero decir que en una sociedad compleja como la nuestra, en una democracia avanzada como la actual y con la eclosión de todo tipo de canales de comunicación, debe haber un ciudadano crítico y responsable de la información que utiliza para poder formarse una opinión propia. Por tanto, junto a la preocupación por tener unos medios de calidad, está la de tener el mayor número de ciudadanos capaces de valorar un análisis bien documentada y un comentario bien fundamentado. Personas, en definitiva, que sepan resistir la fuerza del discurso demagógico que, desde un único punto de vista, todo lo resuelve apuntando a un solo enemigo y a una única solución simple.
Pongo el acento en esta alta responsabilidad del ciudadano porque tengo la impresión de que la sociedad catalana aún la transición hacia la independencia con demasiada ingenuidad. Siendo como somos un país con tics antimilitaristas, olvidamos que se trata de ganar una guerra, que queremos incruenta, sí, pero en el que el arma principal del adversario, aparte del ahogo económico, es el de la propaganda y la desinformación. Y, en estas circunstancias, el ciudadano bien informado debe ser un individuo capaz de discernir qué hay de verdad fáctica, qué de interpretación fundamentada y cuánto de desinformación querida y de rumor interesado. Es aquí donde estamos librando las grandes batallas y donde se están produciendo las principales victorias y derrotas.
Por todo esto conviene la lectura de ‘Rumores en guerra’ de Marc Argemí (en Contra Vent, 2013): para saber que las guerras también se ganan y se pierden con la desinformación. No sé si comparto aquello de Churchill que “la verdad es tan preciosa que debe ser protegida con un guardaespaldas de mentiras”. Pero, en cualquier caso, en nuestro combate por la libertad es necesario que el ciudadano bien informado se guarde las espaldas de la mentira.