Muchas personas ilustradas ignoran algo tan importante y llamativo como que el cero es un invento –o un descubrimiento, según se mire– relativamente reciente. Solo hacia el siglo II de nuestra era empezaron a utilizarlo los mayas, y unos trescientos años más tarde lo descubrieron –o inventaron– los indios (los de verdad, es decir, los de India); y a Europa no llegaría, traído por los árabes, hasta varios siglos después. Cuesta creer que los antiguos griegos no conocieran el cero; ni Euclides –cuya perfecta geometría se sigue enseñando en las escuelas tal como él la formuló–, ni los pitagóricos, ni Arquímedes –que se anticipó en dos mil años al cálculo infinitesimal– dieron con algo tan simple, tan elemental, tan necesario. ¿Por qué?
Porque en realidad el cero no tiene nada de simple: en contraste con la sencillez de su manejo, es uno de los conceptos más difíciles de concebir y asimilar, una verdadera acrobacia de la mente en los más elevados niveles de abstracción. Es más: a primera vista, representar lo inexistente mediante un signo y convertir ese signo en un dígito más para hacerlo interactuar en igualdad de condiciones con los otros dígitos parece una contradicción in términis: un dígito sin dedos. Como un pájaro sin alas, un arco sin cuerda, un libro sin páginas… Es el equivalente matemático del inaprensible concepto filosófico de “la nada”, que por el mero hecho de nombrarla se convierte en “algo”; tanto es así que algunos filósofos proponen el concepto de no-nada: lo que ni siquiera es la nada. Anonadante (nunca mejor dicho).
Tan anonadante que me atrevería a decir que el cero es una de las principales causas del fracaso escolar en matemáticas y, por ende, del generalizado anaritmetismo de nuestra sociedad. No el cero en sí, obviamente, sino la forma en que se enseña nuestro sistema de numeración decimal, que, junto con el alfabeto y su combinatoria, constituye la base –y los ladrillos– de nuestra civilización alfanumérica (no hay más que ver un teclado de ordenador). Lo que a la humanidad le ha costado siglos descubrir –o inventar–, se pretende que un niño que aún no ha desarrollado plenamente su capacidad de abstracción lo asimile en un par de clases apresuradas. Y sobre esta ausencia de base, sobre esta no-nada en la que ni siquiera está el cero, se levanta un castillo de naipes que se viene abajo al primer estremecimiento mental. No es extraño que tantos niños detesten las matemáticas; lo realmente extraño es que algunos consigan no detestarlas.
Carlo Frabetti. * Escritor y matemático