El cebo a evitar

Si el medio es el mensaje, como aseguraba Marshall McLuhan, el inventor de la villa global de la que sale el nombre del VilaWeb, esta columna debería ser un ejercicio de metaperiodismo permanente. Si no es así es porque el interés, poco o mucho, de que la mantiene activa resulta de una transacción entre lo que el columnista se imagina que puede interesar a los lectores y lo que le empeña personalmente. Unos lectores, en este caso, geográfica y contextualmente muy distantes con los que sin embargo “charlamos” cada lunes en la plaza de la villa virtual. Aun así, este tótem de la política actual que es el diálogo queda ficticio y los efectos a ambos lados de la pantalla sólo pueden ser especulativos, porque en la realidad el encuentro no se habrá producido.

Y así como la idea del artículo puede llegar difusa o distorsionada por lo estático del receptor, los comentarios que devuelve son el eco de la piedrecita que el columnista deja caer en el abismo de internet. Los hay formales y desgarbados, amables y hostiles, constructivos y rupturistas, respetuosos e irreverentes, discretos e impositivos. Algunos forman constelaciones que definen a un personaje; algunos otros pasan raudos como asteroides y se pierden en el agujero negro de internet. En todos los casos, los tornavoces son la prueba de que el diario no se ha convertido en la cámara sin eco en la que cacarean gernaciones de twiteros que confunden al exabrupto con la democracia.

Hay una filosofía de las emociones, pero las emociones no deberían enturbiar la filosofía. Ni la opinión responsable. Esto no impide reaccionar a la crítica hablada, pues el articulista, a diferencia del artista imaginado por James Joyce, no puede permanecer indolente mientras se corta las uñas. Y si la crítica no es hablada, ya no es crítica y no conduce a nada reaccionar ante ella. Luego hay quien hace la guerra por su cuenta, secuestrando la ocasión como los espontáneos en las corridas de toros. Esto no les quita del todo el interés, pues la lógica anómala es como el granito de arena en el interior de la ostra. Las irritaciones despejan el cerebro. A estas incomodidades también se les llama estímulos. Baudelaire, el poeta citado la semana pasada, los buscaba en los paraísos artificiales. Más prosaico, Kant empezaba la jornada repasando la prensa sin que las incidencias de la vida pública le alteraran la rutina. Parece que sólo se desvió de su riguroso horario dos veces. Una para comprar un ejemplar del ‘Émile’ de Rousseau y la otra para recibir noticias del estallido de la Revolución Francesa.

Siendo mucho menos riguroso –y no hace falta decir inteligente– que Kant, mi problema no es conservar el ánimo sino evitarlo para no caer en la aturdidora rutina de la prensa catalana. A tal fin me parece profiláctico tomar en consideración el espacio comunicativo. Esto explica que de vez en cuando introduzco reflexiones sobre las condiciones participativas del “diálogo” virtual. ¿Qué hace, por ejemplo, que cuanta más rigidez ideológica menos exigencia intelectual hay? ¿Por qué prejuicio tácitamente asumido la prensa fomenta una escritura rellena de sarcasmos y una lectura plana basada en consignas reflejos, desprecio a raudales y clasificaciones morales de acuerdo con una preceptiva resentida e infantil?

A veces lo agrio de la respuesta produce estupor. Estupor es el efecto que el diccionario del Institut d’Estudis Catalans describe como “fuerte disminución de actividad de las funciones intelectuales, que parecen aniquiladas”. Ante ciertas intervenciones la mente queda patitiesa, inmovilizada en la sorpresa. Pero en un segundo momento reacciona por salir de la estupefacción. A esto se le llama pensar. Por poner un ejemplo y terminar esta reflexión metaperiodística con una referencia a la actualidad, diría que el estupor en el que nos sume la lógica inverosímil de alguna lectura es como la que nos causa la insolencia de ciertos políticos. Dejemos de lado por hoy la política española y la regional catalana, que son juegos de lenguaje en el sentido de Wittgenstein, y centrémonos en la perversión a gran escala. Paso por alto, pues, la noticia espuria sobre la impudicia de Gabriel Rufián, que ha generado las exclamaciones previsibles y los titulares de rigor. La auténtica noticia sería detallar la coincidencia de sus divertimentos con las reglas de juego del partido en las que estos excesos verbales cobran sentido. Lo mismo puede decirse de Pedro Sánchez y la entronización del engaño en la esfera normativa de las comunicaciones oficiales.

En una entrevista del pasado 3 de junio, Louie Gohmert, representante republicano en el congreso de Estados Unidos por el estado de Texas, se dolió de que los miembros del partido republicano no puedan mentir en el congreso o en el FBI sin que los persigan. Reivindicar el derecho de perjurio y de engañar a las instituciones es toda una novedad en este país. Son acciones castigadas por el código penal, sea cual sea el color político del mentiroso. La intención de Gohmert era comparar el caso de Peter Navarro, detenido por haberse negado a testificar ante el congreso en relación al asalto del Capitolio del 6 de enero de 2021, con el de Michael Sussmann, el abogado de Hillary Clinton juzgado y declarado no culpable de mentir al FBI en relación con la campaña electoral de 2016. Aunque no se soporte, el agravio comparativo no tiene importancia; lo realmente original es la defensa del derecho a vulnerar la verdad, diga lo que diga la legislación. El derecho no ya de fingir, como hacen los políticos españoles y catalanes todos los días, sino de instalar la mentira en el corazón deontológico de la democracia.

Tanto descaro en un cargo público era impensable antes de Donald Trump. Tras Trump, el suelo se ha derrumbado y el envilecimiento no tiene límite. Habría que adaptar a las nuevas condiciones la frase atribuida a Lincoln. Para ser objetiva debería decir: “Se puede engañar a todo el mundo durante un tiempo y a algunos en todo momento; ergo, se debe poder engañar a todo el mundo siempre”.

¿Cómo se responde a la insolencia que se disfraza de victimismo? Enfurecerse no es ninguna solución, ni tampoco ignorarla. La única estrategia transitable es exponer el cinismo en toda la crudeza y confiar en que en el mundo todavía haya suficiente decencia y buen sentido para no entrar en determinados juegos.

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