Cuando el catalán sea oficial en la Unión Europea será un triunfo simbólico considerable. Simbólico y también político, porque en política los símbolos importan y escuchar al catalán en la cámara europea será un paso decisivo para el reconocimiento de un GOI (1) que, si algo le identifica, es precisamente la lengua. Este GOI España lo tiene tan identificado que se esfuerza por extinguirlo, como declaraba Felipe González el miércoles, refiriéndose a los catalanes como “minorías en extinción”. Él y su compañero de aventuras ideológicas y corruptelas gubernamentales, Alfonso Guerra, se han pronunciado sobre la amnistía con los mismos clichés que la derecha, exigiendo a Sánchez que la deje gobernar. A estas alturas nadie se puede sorprender de que estos herederos del franquismo propongan al propio partido dar un golpe de timón a la derecha, como lo hicieron a principios de los ochenta. ¿Por qué deberían ayudar a templar un conflicto que ellos inflamaron? Aquellos jóvenes nacionalistas, como los describía el corresponsal del New York Times de la época, fueron los primeros en enterrar el espíritu de la constitución atándola bien atada con la LOAPA. Antes habían pactado con los poderes fácticos tumbar al gobierno de Adolfo Suárez para organizar uno de concentración nacional con presidencia militar y González de vicepresidente. El PSOE era la principal fuerza política tras la operación que en febrero de 1981 escenificó con un inesperado cambio de guión al esperpéntico coronel Tejero. Por más que el PSC lo niegue, hay suficientes testigos y declaraciones en sede judicial que prueban que la operación “De Gaulle,” posteriormente llamada “solución Armada”, se había empezado a cocinar durante la reunión del diputado socialista y presidente de la comisión de defensa del Congreso de los Diputados, Enrique Múgica, y del líder del PSC, Joan Raventós, junto al general Alfonso Armada en casa del concejal socialista de Lleida, Antoni Siurana, el 22 de octubre de 1980.
El 23-F fue la versión descontrolada de una maniobra pensada para “reconducir” el proceso autonómico. Nada más empezar el estado de las autonomías, el mínimo de autogobierno previsto en los estatutos catalán y vasco causaba vértigo a los “poderes fácticos” y a la izquierda latifundista y jacobina, que veía un peligro inminente de desarticularse la España una. Hasta dónde era capaz de llegar esa izquierda da fe la guerra sucia de los GAL: los secuestros, torturas y asesinatos perpetrados al otro lado de la frontera por mercenarios pagados con fondos reservados del Estado. Son crímenes de la misma categoría que los del franquismo, que como éstos tampoco han sido debidamente juzgados ni castigados, salvo la condena casi simbólica de José Barrionuevo y Rafael Vera, despedidos con abrazos por Felipe González en la entrada de la cárcel de Guadalajara e indultados tres meses después por el ejecutivo de José María Aznar, junto con los también socialistas Ricardo García Damborenea, exsecretario general del PSE de Bizkaia y el exgobernador civil Julián Sancristóbal, junto con el exjefe superior de la policía de Bilbao, Miguel Planchuelo. Cuando se trata de defender la nación una y única, se hunde la rivalidad ideológica y una mano seca la otra.
Tenía razón el president Puigdemont al ironizar sobre la subida del precio de la cal viva. También Julen Elgorriaga, exgobernador civil socialista de Gipuzkoa, condenado a setenta y cinco años de cárcel por la tortura y asesinato de los jóvenes vascos Lasa y Zabala, fue liberado después de catorce meses. González, Guerra y un grupo de dirigentes del PSOE, no todos de la vieja guardia, ponen el grito en el cielo por el “chantaje” de pedir amnistía para unas personas que no han cometido otro delito que defender derechos democráticos fundamentales. El de discutir y votar leyes en sede parlamentaria, el de sufragio, el de reunión y manifestación, y el de libertad de expresión, todos ellos conculcados por la judicatura con el ayuda de los dos grandes partidos españoles.
Las nuevas generaciones no pueden hacerse idea precisa alguna del poder del que gozaron Felipe González y Alfonso Guerra al frente del PSOE durante la transición. Fueron ellos, más que los franquistas cobijados en la Alianza Popular de Fraga Iribarne, quienes cerraron la evolución aperturista de la transición, alentando a un nacionalismo de izquierda cínico y enfermizamente anticatalán. Es al caciquismo de González y Guerra, mucho más que al reformismo de Adolfo Suárez, a quien procede la frase que el injustamente olvidado Antoni Jutglar estampó en el título de uno de sus últimos libros: ‘La España que no pudo ser’.
Aquella España que en cada encrucijada de la historia se ha decantado por el absolutismo hoy se encuentra, por una necesidad que es como un último aviso, ante la oportunidad de tomar un camino distinto. Lo advertía Puigdemont invitando a Sánchez a mirar más allá de la amnistía, que no es únicamente la condición de un pacto de investidura por ahora dudoso, sino una necesidad existencial del Estado. La revuelta de la vieja guardia socialista no puede disimular que la judicialización del conflicto aboca a los españoles a una catástrofe que podría ser tan devastadora como las del pasado. Cuesta creer que en las altas esferas del Estado no haya suficiente inteligencia para hacer un viraje a tiempo. Los aspavientos de Feijóo y de una parte del PP contra la amnistía deben entenderse como una comedia para debilitar al rival. Si recuperan el poder, es probable que ellos mismos no tarden en promoverla por “sentido de estado”.
En Cataluña hay quien saliva anticipando la “deslealtad” del president Puigdemont, si llega a algún acuerdo con Sánchez que no sea la independencia, que algunos esperan que caiga tintineando como 155 monedas en la bandeja de una tragaperras. Estos partidarios del todo o nada pasan por alto que incluso la guerra –como notoriamente dijo Clausewitz– es la continuación de la política por otros medios. Lo que significa que la guerra termina cuando se restituyen los medios políticos propiamente dichos, así como después de una manifestación el movimiento callejero vuelve a regirse por los semáforos.
Forzar la repetición de elecciones no es ninguna gran proeza estratégica. Ni comportaría la ruina del régimen ni victoria tangible para los catalanes. Como mucho, la satisfacción de comprobar una vez más que los españoles, que se meten alegremente un dedo en el ojo unos a otros, nunca dudan de arrastrar las instituciones por el barro. Es la satisfacción mala y políticamente estéril que los alemanes llaman ‘Schadenfreude’. Hacer política no es agarrotarse en la idealidad sino aprovechar las oportunidades que saltan como liebres en el bosque de las circunstancias. De un personaje inflexible en la revuelta contra el mundo, dice Joseph Roth en una de sus novelas: “Era ingenuo, pues era un revolucionario”. Quizás hace falta mucha ingenuidad para creer que la revolución, la calle, la gente “que no falla nunca”, llevará al país a la independencia sin el fastidio de negociar con el enemigo. Sin duda, la lucha es prioritaria, puesto que la política, como las ideas, no tiene tracción en el vacío. Es necesario pues hacer caudal de la energía de la ingenuidad. Pero así como el Evangelio recomienda ser mansos como palomas y astutos como serpientes, la ingenuidad debe atemperarse con la conciencia de que los acontecimientos políticos no consisten en materializar verdades eternas sino en procesos mundanos, lastrados de inercias que son la materia primera de la historia.
Las victorias simbólicas, como el uso del catalán en el Congreso de los Diputados o la inclusión ulterior entre los idiomas oficiales del Parlamento Europeo, no avalan la supervivencia de la lengua. El futuro del catalán depende mucho más de una revolución de los hablantes que de cualquier intervención política. Dicho esto, ¿hay algún catalán de buena ley a quien sepa mal un éxito conspicuo en ámbitos donde hasta ahora la lengua estaba proscrita? Allí donde el testimonialismo chocaba una y otra vez con la aplicación inflexible del reglamento, la política ha abierto una brecha que se podría ampliar. Por ejemplo, modificando la constitución para dotar al catalán de obligatoriedad formal en sus territorios históricos, como disfrutan el francés en Quebec y el neerlandés en Flandes.
Que España reciba inopinadamente una oportunidad histórica para salir del círculo vicioso en el que se encerró en la transición, y que sea Puigdemont quien lo señale, no implica renuncia ni traición alguna. Primero porque, si la historia sirve de guía a la historia, es improbable que el PSOE aproveche la oportunidad. Y después, porque, si por un milagro de lucidez Sánchez se adentrara por un sendero aún no trillado, sería Puigdemont quien lo habría desbrozado por llevar al Estado a reconocer la personalidad nacional de Cataluña, lo que con el tiempo y la fuerza de la lógica democrática, llevaría inexorablemente a la autodeterminación.
(1) GOI: Grupo Objetivamente Identificable, denominación empleada en sentencias de los Tribunales europeos, para soslayar otros términos más comprometidos como ‘nación’.
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