La nostalgia, pertinaz compañera de la vejez, me ha inducido a retornar mentalmente a mis tiempos de docencia, cuando impartía mis desconocimientos sobre historia moderna y desvelaba a los alumnos resúmenes del pensamiento de algunos teóricos de la ciencia política de los siglos XVI al XVIII. Pasaban por el cedazo profesoral Maquiavelo, con su príncipe, Fray Antonio de Guevara y su relox de príncipes, Saavedra y Fajardo con su idea de un príncipe político cristiano, representado en cien empresas, los arbitristas del siglo del XVII (Cellorigo, Sancho de Moncada, Luis Ortiz, Mateo López, etcétera), los teóricos británicos posteriores (Locke, Hobbes) y los ilustrados galos, principalmente Montesquieu y Rousseau. Fruto de mis inquietudes académicas me atreví a escribir en el año 2009 un artículo titulado Arbitrismo, decadencia y pensamiento económico en la España de los siglos XVI y XVII, donde demostraba el intenso afán de estos intelectuales de la época por suministrar soluciones a la decadencia española y dotar de consejos de buen gobierno a las instituciones político-administrativas de la época, aún a riesgo de sufrir las iras de la monarquía o de la piromanía inquisitorial.
Junto a la nostalgia la actual coyuntura también ha aguijoneado la elaboración de esta modesta colaboración. Estamos inmersos en una riada de sucesivos procesos electorales, con las consiguientes constituciones de nuevos gobiernos en diferentes ámbitos.
Recientemente releí un excelente trabajo del 2001, titulado El buen gobierno, de la autoría de Enrique Suárez-Iñiguez, escrito con la mirada puesta en México, pero aplicable a cualquier latitud de los cinco continentes. Repasa Suárez-Iñiguez autores clásicos, Platón, Aristóteles, Cicerón para adentrarse en ya citados británicos y franceses y rematar con una síntesis del pensamiento de autores del siglo XX, como Karl Popper y John Rawls.
El autor concluye que los autores que hemos visto pertenecen a distintos siglos, proceden de culturas diversas, tienen orientaciones políticas diferentes y, sin embargo, coinciden en señalar las funciones fundamentales que todo buen gobierno debe cumplir prioritariamente, destacando cuatro.
1. La protección de vidas y bienes de los ciudadanos y el estable cimiento de condiciones para el disfrute de ambos. Éste sería el primer deber no únicamente porque deriva de una ley natural, como lo entendieron Hobbes y Montesquieu; no sólo porque es el motivo de la existencia del pacto social, como comprendieron Locke y Rousseau; sino por la sencilla, pero poderosa razón, de que no hay mayor valor que la vida humana y el derecho a gozar de los frutos del trabajo.
2. La aplicación de la ley por igual en la búsqueda de la justicia. Desde la antigüedad clásica sabemos que un gobierno de leyes es un buen gobierno y esto significa dos cosas distintas, pero vinculadas: gobierno sub lege, gobierno bajo leyes, y gobierno per leges, gobierno mediante leyes. Un buen gobierno debe ejercer el poder en conformidad con leyes previamente establecidas y también a través de leyes, no de mandatos individuales y concretos. Pero la ley debe tener como finalidad la justicia, de ahí que si una ley no fuera justa debería ser abolida. Las leyes, por definición, deben ser aplicadas a todos por igual, sin importar la posición social o la influencia de cada quien y esto debe ser un ejercicio diario y efectivo.
3. Gobernar para beneficio de la comunidad. El gobierno es el representante del pueblo y debe ser su servidor. El Estado debe estar siempre dispuesto a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno. Las políticas a instrumentar deben emanar de los problemas que se quieran solucionar. En la medida que el gobierno vaya resolviendo los más graves problemas sociales, irá ganando credibilidad. Si los problemas subsisten o se agravan, no estará cumpliendo su función.
4. El logro de bienestar. Las libertades son condiciones necesarias para una buena vida y prosperar es un anhelo y un distintivo de la naturaleza humana. Si no hay libertades se cancela la razón de ser de la vida social y se lastima una de las aspiraciones básicas del ser humano. El progreso implica que conforme va avanzando la vida uno debe ir teniendo mejores condiciones materiales. Pero el bienestar debe ser de todos. Un sistema es injusto cuando las expectativas de los mejor situados son excesivas y dependen de la violación de otros principios de justicia, como la igualdad de oportunidades.
Actualmente los politólogos, que proliferan como hongos sabelotodos en las tertulias, coinciden en atribuir a la buena gobernanza estas características: transparencia, responsabilidad, rendición de cuentas, participación y capacidad de respuesta a las necesidades de la población.
Un servidor, que por mor de la edad ha abandonado hace tiempo la impartición académica de desconocimientos y circula por la vida casi a ras de suelo, añadiría algunos atributos más al buen gobernante: cercanía, justicia, prudencia, templanza, coherencia, humanismo, ética estructural, humildad, honestidad, integridad, lealtad, diálogo, huida del fango, proclividad al acuerdo y a la negociación, el bien común como norte y guía, subsidiariedad, solidaridad, la persona como sujeto y el no ejercicio de la potestas (poder) ni del imperium (mando), sino de la auctoritas (ascendiente moral).
Finalmente, como indigno heredero de la inonía galaica, me atrevería a sugerir algunas exhortaciones a guisa de adagios: ”El hambre es mala consejera, pero la hartura peor” (Castelao); “La razón de estado es el universal motor del imperio y razón de todo sin serlos de nada” (Fray Benito Jerónimo Feijóo); “No dejarse llevar por la razón de estado, sino por el estado de la razón”; “No hay gas más letal para un político que el incienso” (Iñaki Anasagasti); “Deja libre la lengua que dice la verdad, aunque te ofenda, y encierra la lengua que miente aunque te alabe; la primera hiere, la segunda mata” (Alberto Vázquez Figueroa); “En la Corte se vive rodeado de lenguas que no por empalagosas son menos ponzoñosas, y el tiempo me ha enseñado que el principal enemigo del gobernante son el exceso de la alabanzas que acaban por nublarle el entendimiento” (Alberto Vázquez Figueroa); “El pequeño tiene que ser inteligente y actuar con la cabeza, no con las vísceras“(Iñaki Anasagasti); “Un político piensa en las próximas elecciones, un estadista en la próxima generación” (James Freeman Clarke); “Quién tiene el culo arrendado, no caga cuando quiere” (refrán popular gallego) y “Reconocer todo lo que nos sobra en lugar de vivir la angustia de lo que nos falta es la clave de la sobriedad feliz” (Pierre Rabhi). En todas las actuaciones utilizar esta máxima jesuítica, “Fortiter in re, suaviter in modo” y no seguir nunca el mensaje subyacente de esta máxima galaica de carácter popular, traducida libremente al esperanto peninsular, “Cada uno va a lo suyo, menos yo que voy a lo mío”.
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