El alcalde Maya (Iruñea-Pamplona) pretende cambiar el nombre de la plaza del Baluarte por el de la Constitución. No entraremos en la ocurrencia de la bandera, envoltura habitual de los canallas. Pero sí merece la pena mencionar algunos aspectos de esa querencia inesperada por la ley magna española.
Pensemos que toda Constitución formal se construye sobre una constitución real, una situación de hecho, de fondo. Cuando se formuló la española de 1978, la relación de fuerzas en el seno del Estado inspiraba unos elementos básicos, la situación de hecho, que determinaban sus artículos.
Tras la muerte de Franco el poder real del Estado no cambió de manos. Cambiaron los nombres de las instituciones, algunas personas desaparecieron de la escena política, pocas, pero la mayor parte de los apellidos que gestionaron la transición eran los que controlaban el poder en la época franquista.
Aunque se tituló como “Estado de las autonomías”, con la idea de disimular las vergüenzas de un Estado unitario, esta realidad se inscribió en el texto. En efecto, la Constitución de 1978 presenta, incluso explícitamente en su forma, una aporía. Su artículo 2 dice:
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…
Esta constitución, pues, no se fundamenta, como sería natural, en la voluntad del pueblo español, sino en algo tan etéreo, ideológico y material al mismo tiempo como es la indisoluble unidad (de lo que sea). La UNIDAD. Poco pinta aquí la voluntad de las personas y, mucho menos, la de las naciones que quedan ahí encerradas. No es la Nación la que se constituye en Estado y define su constitución, sino el Estado quien envaina pueblos, naciones y personas en su autoridad; en su jurisdicción. En su supremacía, dominante, la española.
Enaltecer hoy la constitución del 78 es vender mercancía averiada. Su enunciado formal fue definido desde el principio por los poderes reales del Estado. Hoy diríamos el deep state. Si alguien pretendía ampliar cualquier extremo, enseguida saltaban los reajustes. Entonces se hablaba de “ruidos de sables”, o se ensayaban tejerazos y, por si fuera poco y alguien tuviera otras veleidades, en 1981 se encargaron de clausurarla en el delicado ámbito de la administración territorial (las autonomías), con la célebre Ley de Armonización (LOAPA) y el café pa’ todos.
Desde que se ensayaron las milongas constitucionalistas en el Estado español, con la Pepa en 1812 y las siete que siguieron hasta 1978, nuestra tierra nunca les ha sido propicia ni proclive. Siempre las hemos sentido como un trágala. Sin ir más lejos, en los debates previos a la aprobación de esta del 78 se produjo una insólita alianza en la Alta Navarra entre UPN y HB, que la rechazaron en un manifiesto. Desde Jesús Aizpún a Patxi Zabaleta. No podían admitirla ya que el Sistema Foral Navarro no se somete a una constitución española. No encaja, ya que procede de una soberanía previa que, aunque subordinada al régimen del Estado por la derrota en varias guerras, no responde a una constitución declarada para el “conjunto de España”.
En el presente el ‘régimen del 78’ (significado precisamente por esa fecha y por la constitución a que alude) está en entredicho por el fracaso sistemático ante todos los retos democráticos, nacionales, territoriales, que se le han presentado a ese Estado. La del 78 es la España de la corrupción, de los homenajes a Franco, del Ibex35, del rey mataelefantes, del 155 a los catalanes, del GAL, del ‘a por ellos’ y demás lamentables cualidades.
Querer disimular las incompetencias locales (el muerto de los Caídos, el destrozo del sky line de la Media Luna con el pelotazo de las Torres de Salesianos, etc.) con el brazo incorrupto de la constitución española, no parece el mejor sistema para disipar malos olores.