El hombre se paró de pronto en el centro de La Orquídea, y empezó a hablar. Todos lo escuchamos, con cierto malestar.
“No es lo más corriente del mundo frecuentar los ensayos de Oscar Wilde, y es que verdaderamente no tienen la contundencia de los cuentos y novelas, o la delicia epigramática de las obras de teatro: ¿qué puede ‘Otras ideas radicales sobre la reforma del traje’ contra ‘El fantasma de Canterville’, ‘Una mujer sin importancia’ o ‘El joven rey’?”
“Sin embargo, hoy yo quería hablarles, precisamente de uno de esos ensayos: ‘Pluma, lápiz y veneno’, que cuenta la notable historia de Thomas Griffiths Wainewright, antes de que alguno de ustedes se proponga buscarlo en esa Biblioteca de Babel actual que es wikipedia y encuentre una versión, que naturalmente no será original, pero que difiere del original –siempre suponiendo que éste existe– en apenas una letra, una coma, una fecha, y nos plantea seriamente el problema de qué es un original, pero esa es otra historia.”
“Y bueno –dijo el hombre–, Thomas Griffiths Wainewright nació (1794, es decir una generación y media antes que Wilde) en una familia de pro (no se sabe si su padre había sido notario o farmacéutico, lo cual tiene importancia para esta historia) y era nieto de una familia de pro: su abuelo (a cuyo cuidado quedó al morir su madre, también siendo él muy joven), el Dr. Ralph Griffiths, había sido el editor durante cuarenta años de la Monthy Review, la primera revista literaria en serio que se publicó en Inglaterra. Le facilitó su ingreso en el mundo literario, aunque dificultó (no era muy generoso) la vida de dandy extremo que Thomas quería llevar, con una de las condiciones fundamentales del dandy que para actuar una vida extravagante requiere dilapidar dinero de una manera extravagante: trajes, coches, colecciones de arte, joyas, mayólicas venecianas, series de objetos de arte antiguos y todo lo que a ustedes se les pueda ocurrir y nunca tendrán. Deben conformarse con lo que les ofrece La Orquídea –los parroquianos bebían su café y sus bebidas divertidos, obviamente poco interesados en esos objetos de ultralujo; sólo a mí se me atragantaba el café; lo encontraba amargo (pero deliberadamente no le había puesto edulcorante para disfrutar mejor mi envidia)–. Además, era un exquisito pintor y dibujante: combinaba así la literatura, las artes plásticas y el coleccionismo, que por cierto también es un arte difícil (y caro).”
”Cuando murió su abuelo, encontró un respiro con una fortuna que –descubrió– estaba vedada por una caterva de abogados y ‘cuidadores’: en 1922 y 1933 Thomas falsificó todos los documentos que hicieron falta y consiguió su dinero; pero su estilo de vida requería grandes cantidades de dinero, y voló rápidamente: Wainewright se puso bajo el ala de su tío y también voló rápidamente, mientras él quedaba al cuidado de su tío.
”Que murió repentinamente en 1928, y entonces Thomas heredó una bellísima casa de campo, pero ni una libra, ni siquiera las necesarias para mantenerla. Mientras tanto se había casado, y en 1929, también súbitamente murió su suegra; Wainewright indujo entonces a una de las hermanas de su esposa a sacar varias pólizas de seguro a favor de ella (unas dieciocho mil libras en total). Apenas las pólizas estuvieron hechas, la cuñada en cuestión falleció (la cosa fue así: fueron con ella al teatro, y al regresar, ella se sintió mal. Llamaron al médico, que hizo alguna prescripción, pero apenas el médico se fue, Wainewright y su esposa le dieron mermelada envenenada, se marcharon de paseo, y a su regreso la encontraron muerta).”
“Sin embargo, las compañías de seguros sospecharon algo de esta seguidilla de muertes, y se negaron a pagar el seguro; el asesino les hizo pleito, y algunos meses después fue detenido por deudas, mientras, en las calles de Londres daba una serenata a la hija de un amigo. Logró salir del trance y se exilió en Bolonia, en casa del padre de la joven objeto de la serenata, y lo persuadió de que hiciera una póliza de seguro de vida por tres mil libras; apenas estuvo ésta firmada, lo envenenó con estricnina volcada en su taza de café: era su venganza contra las compañías de seguros. Su amigo murió a la mañana siguiente.”
“Vivió varios años en París con gran lujo, y según unos ocultándose siempre con veneno en el bolsillo y temido por todos cuantos lo conocieron.”
“Finalmente volvió ocultamente a Inglaterra, donde no obstante fue detenido a raíz de las falsificaciones de algunos pagarés que había hecho años antes para aumentar su colección de mayólicas y de Marco Antonios; el 5 de julio de 1837 fue condenado por falsificación y desterrado a Tasmania (después de una estancia en la cárcel, adonde fue visitado nada menos que por Dickens).”
“En Tasmania, siguió practicando su amor al arte, y montó un estudio y volvió a dibujar y a pintar. Murió en 1847 (y no en 1852, que es la fecha que da Oscar Wilde).”
“Wainewright incluyó el asesinato ‘como una de las bellas artes’, al decir de De Quincey, y llevaba la estricnina siempre consigo, en un anillo de corte renacentista; uno de esos que tenían un dispositivo que rasguñaba la mano del desprevenido interlocutor y volcaba el rápido veneno en sus venas: cuando le preguntaron por qué había matado a Elena Abercrombie, su cuñada, respondió que ‘tenía tobillos demasiado gruesos’.”
“Este era el anillo –dijo el hombre, mostrándolo en aire– mejor dicho, éste es una perfecta imitación, porque nada me costó arrojar el verdadero a la máquina de hacer café, mientras todos se distraían con el relato. La literatura también tiene su precio.” Y acto seguido ofreció hacerme un seguro de vida.
Miré alrededor: muchos de los concurrentes de La Orquídea se retorcían en espasmos aflátales, el resto estaba ya muerto. Le dije que no, que por ahora no.