El 16 de marzo de 1998 asistí en Roma a un acto del que guardo una profunda impresión, un acontecimiento que estos días no logró sacarme de la cabeza. Hace poco más de veinticinco años, la Iglesia católica pedía perdón por su responsabilidad histórica en el antijudaísmo. A las doce del mediodía de aquel 16 de marzo, el cardenal australiano Edward Idris Cassidy, un diplomático de la Santa Sede con amplia experiencia en las relaciones internacionales, presentaba en la sala de prensa del Vaticano el documento titulado: “Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah”. En un texto de tres mil cien palabras, calibrado al milímetro, la milenaria Iglesia de Roma admitía una grave responsabilidad de los cristianos en el resentimiento contra el pueblo judío a lo largo de la historia, resentimiento que una ideología pagana, el nacional-socialismo alemán, había cabalgado para llevar a cabo el crimen más horrendo de la historia de la humanidad: el Holocausto.
El documento, elaborado durante meses bajo la atenta mirada del cardenal Joseph Ratzinger, era una auténtica obra de orfebrería: la Iglesia asumía la responsabilidad de haber contribuido durante siglos a la creación de un clima religioso y cultural adverso al pueblo judío, y a la vez marcaba distancias con el régimen nazi y con sus cómplices, como el fascismo italiano. Los nazis despreciaban el cristianismo, pero sus cómplices del sur mantuvieron buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica. (En Italia, la jerarquía se entendió con el fascismo, mientras la Democracia Cristiana, heredera del Partido Popular Italiano, acabó uniéndose en 1943 al Comité de Liberación Nacional). Los judíos de Roma, por ejemplo, fueron apresados por tropas de las SS en octubre de 1943, con la colaboración de la policía fascista, y conducidos a campos de exterminio ante la indiferencia de buena parte de la población local. Redadas similares tuvieron lugar en otras ciudades del país. En territorio italiano llegó a funcionar un campo de exterminio nazi, ubicado en una antigua planta procesadora de arroz de Trieste, la Risiera di San Sabba, en la que se calcula que fueron asesinadas entre 3.000 y 5.000 personas, entre judíos, prisioneros de guerra y civiles que se habían unido a las brigadas partisanas.
Vayamos al núcleo del documento:
“El hecho de que la Shoah [Holocausto, en hebreo] se haya producido en Europa, es decir, en países de antigua civilización cristiana, plantea la cuestión de la relación entre la persecución nazi y las actitudes de los cristianos, a lo largo de los siglos, con respecto a los judíos (…) No obstante la predicación cristiana del amor hacia todos, incluidos los enemigos, la mentalidad dominante a lo largo de los siglos perjudicó a las minorías y a los que, de algún modo, eran diferentes. Sentimientos de antijudaísmo en algunos ambientes cristianos y la brecha existente entre la Iglesia y el pueblo judío llevaron a una discriminación generalizada, que desembocó a veces en expulsiones o en intentos de conversiones forzadas (…) En tiempos de crisis, como carestías, guerras, epidemias o tensiones sociales, la minoría judía fue a veces tomada como chivo expiatorio, y se convirtió así en víctima de violencia, saqueos e incluso matanzas (…) En un clima de rápidos cambios sociales, los judíos fueron a menudo acusados de ejercer un influjo excesivo en relación con su número. Entonces comenzó a difundirse, con grados diversos, en la mayor parte de Europa, un antijudaísmo esencialmente más sociopolítico que religioso. (…) No se puede ignorar la diferencia que existe entre el antisemitismo, basado en teorías contrarias a la enseñanza constante de la Iglesia sobre la unidad del género humano y la igual dignidad de todas las razas y de todos los pueblos, y los sentimientos de sospecha y de hostilidad existentes desde siglos, que llamamos antijudaísmo, de los cuales, por desgracia, también son culpables los cristianos. (…) La Shoah fue obra de un régimen neopagano moderno. Su antisemitismo hundía sus raíces fuera del cristianismo y, al tratar de conseguir sus propios fines, no dudó en oponerse a la Iglesia, incluso persiguiendo a sus miembros”.
El interrogante final es la clave del documento: “Conviene preguntarse si la persecución del nazismo con respecto a los judíos no fue facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en la mente y en el corazón de algunos cristianos. El sentimiento antijudío ¿hizo a los cristianos menos sensibles, o incluso indiferentes, ante las persecuciones desencadenadas contra los judíos por el nacionalsocialismo, cuando alcanzó el poder?”.
Salí de la sala de prensa del Vaticano muy impresionado, consciente de haber asistido a un acontecimiento verdaderamente histórico, ese adjetivo del que tanto abusamos los periodistas. La petición de perdón de la Iglesia católica abrió la portada de ‘La Vanguardia’ del día siguiente. No fue así en todos los periódicos publicados en España. Pueden comprobarlo en las hemerotecas. El histórico ABC, diario de referencia del mundo conservador español, siempre atento a las pulsaciones de la Iglesia católica, prefirió dedicar su primera página a los planes de Xabier Arzalluz, entonces presidente del PNV, para promover la soberanía del País Vasco.
Al día siguiente tuve la satisfacción profesional de publicar una información en exclusiva en la que llevaba trabajado desde hacía semanas. A raíz del documento sobre la Shoah, el Vaticano había decidido frenar en seco el proceso de beatificación de la reina Isabel la Católica, promovido por la diócesis de Valladolid, con pleno apoyo de la Conferencia Episcopal Española, entonces presidida por el arzobispo de Zaragoza, Elías Yanez, y el aplauso del primer Gobierno de José María Aznar. La Santa Sede no podía buscar la reconciliación con el pueblo de Israel y a la vez elevar a los altares a la reina que firmó el decreto de expulsión de los judíos de España en 1492. El postulador de la causa, el padre claretiano Anastasio Gutiérrez, había fallecido, y la Santa Sede había comunicado a la orden claretiana y a la diócesis de Valladolid que el proceso quedaba paralizado sine die. La Conferencia Episcopal Francesa se había pronunciado en contra de ese proceso. Recibí la información por una vía vaticana oficiosa y llamé a la sede general de los Misioneros Claretianos en Roma, para confirmar la noticia. “Ha sido cosa de los judíos”, me dijo lacónicamente el clérigo que se puso al teléfono.
La beatificación de Isabel la Católica en los albores del año 2000 habría significado la santificación de la unidad de España, coincidiendo con la entrada en circulación del euro. Modernidad y tradición. Un magnífico remate nacional-popular para la primera legislatura de Aznar. El papa Juan Pablo II, sin embargo, tenía otros planes. Quería abrir el Jubileo del año 2000 con un viaje a Jerusalén.
El documento de la Santa Sede sobre la Shoah tuvo un fuerte eco en Italia, en Francia, en Alemania, en Polonia y en todos aquellos países europeos en los que el Holocausto judío es una estaca clavada en la conciencia colectiva. En España no hubo debate. La jerarquía eclesiástica española evitó dar publicidad a un documento que le interpelaba directamente, puesto que la primera gran expulsión de los judíos en Occidente se había producido en España a finales del siglo XV. El arzobispo de Granada, Antonio Cañizares, dijo que ya estaba bien de pedir tanto perdón. Y la izquierda, siempre anticlerical, apenas le prestó atención. España se reafirmaba así como un país distante del gran drama europeo del siglo XX.
La restauración de la democracia liberal en Europa Occidental a partir de 1945, la aprobación de constituciones antiautoritarias, el despliegue de un Estado social que amortiguaba las desigualdades, la libertad de prensa y la creación de climas sociales propensos a la tolerancia surgen de la derrota militar del nazi-fascismo (derrota a la cual contribuyó de manera decisiva la Unión Soviética), de los juicios de Núremberg y del horror y arrepentimiento ante el Holocausto judío. No se pueden comprender las actuales tensiones y contradicciones en muchos países europeos ante el drama de Gaza sin tener en cuenta una realidad que España no vivió intensamente.
España vivió de lejos la persecución racial desatada por Hitler en casi toda Europa. Les voy a dar un dato. Las ciudades de Madrid y Barcelona tienen sendos memoriales en recuerdo de las víctimas del Holocausto judío. Ambos llegaron tarde. El de Barcelona, ubicado en el Fossar de la Pedrera del cementerio de Montjuïc, se inauguró en 1995, casi veinte años después de la reinstauración de la democracia. El de Madrid, situado en el parque de Juan Carlos I, se inauguró en 2007, treinta años después de un cambio político que, en teoría, liberaba la memoria. España fue uno de los últimos países de Europa Occidental en establecer relaciones diplomáticas con Israel, en 1986. En España son muy pocos los institutos de enseñanza secundaria en los que cada año se proyecta la película ‘Noche y niebla’ (‘Nuit et bruillard’), de Jean Resnais, una película fundamental en la historia del cine, que explica la persecución nazi a partir de material documental incautado a las SS. Esa película recorría febrilmente los cine-clubs de los años setenta y educó a toda una generación de demócratas.
El mundo del 2023 no es el de 1998. Han pasado veinticinco años. Europa es menos religiosa, la Iglesia católica seguramente ha perdido autoridad, pero la religión ha ganado fuerza e influencia política en otras partes del mundo. Ya no hablamos de los países árabes, como hace unos años. Ahora decimos países islámicos. Juan Pablo II fue recibido el 21 de marzo del 2000 en el aeropuerto de Tel Aviv por el primer ministro laborista Ehud Barak. Un gobierno derechista influido por fanáticos religiosos está conduciendo hoy a Israel a una posible catástrofe, amenazando la supervivencia de una democracia que pretendía ser ejemplar. Europa es menos religiosa, pero un extraño furor religioso, a derecha e izquierda, se está colando por las rendijas de las redes sociales ante el zarpazo de Hamás y la hecatombe de Gaza. Recomiendo leer el documento católico sobre la Shoah antes de insultar al prójimo desde una cuenta de la red que maneja Elon Musk.La inversión de las lealtades
La derecha que en 1998 quería beatificar a Isabel la Católica, la reina que expulsó a cien mil judíos de España, es hoy incondicional de Israel. Los nietos de los franquistas que hablaban de la existencia de un complot judeo-masónico contra España hoy piden la medalla de oro de la ciudad de Madrid para el Estado de Israel. Los nietos de los fascistas italianos que fueron casa por casa a detener judíos hoy adoran al Gobierno de Netanyahu. Los hijos y nietos de los izquierdistas que en los años sesenta soñaban con pasar una temporada en un kibbutz israelí hoy no saben distinguir entre Hamas y la OLP. La gente dedica más tiempo a las terribles imágenes (verdaderas o falsas) que difunde la red X, que a estudiar la complejidad del conflicto de Oriente Medio. El furor religioso en una sociedad sin religión regresa por la vía de las imágenes transmitidas por los teléfonos móviles. Impulsos neuronales que crean adicción. Las redes sociales exhiben la muerte y la tortura en las guerras de Ucrania y Gaza y alrededor de esas imágenes se organiza la furia del mundo.
Josep Maria Ruiz Simon, colaborador semanal de ‘La Vanguardia’, cuyos artículos recomiendo, recordaba hace unos días los “puntos de giro” que empezaron a registrarse en Europa a medida que se enfriaban las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. La derecha conservadora alemana que, en un grado u otro, había sido cómplice del antisemitismo, comenzó a expresar sus simpatías por el estado de Israel para sentirse alineada con Estados Unidos. En sentido contrario, la izquierda socialista que había aplaudido a Israel durante la Guerra de los Seis Días (1967), comenzó a alejarse después de la guerra del Yom Kippur (1973) que humilló a los países árabes y acabó provocando una tremenda crisis económica.
Una ola de furia recorre el mundo dislocando lealtades. Una Europa sin religión puede verse arrastrada por la ira religiosa.
LA VANGUARDIA