El rey Hussein le dijo una vez a su ayudante de campo: “Date una vuelta por el bar del Saint George y entérate si son ciertos los rumores de una conjura contra mí. Seguro que allí alguien lo tiene que saber”. Eran los años sesenta y el reino hachemita de Jordania sufría amenazas de algunos estados árabes fronterizos. En Siria y en Irak gobernaban regímenes militares de inspiración “baasista” -el gran partido panarabista, socializante y laico de la época- y en Egipto el “Rais” Gamal Abdel Nasser fomentaba conspiraciones contra las monarquías “reaccionarias” y prooccidentales.
En aquel tiempo, el bar del hotel Saint George de Beirut con su terraza sobre el mediterráneo, rodeado de mar por tres lados, era, sin exageración, un nido de espías de
Pero sobre todo, los que más frecuentaban aquel lugar privilegiado para la información y la manipulación de noticias, por otra parte, eran muchos corresponsales de prensa norteamericanos y británicos que lo habían convertido en su cuartel general.
Entre los clientes del barman Ali Bitar, que durante años fue el alma del bar de aquel hotel elegante, de cinco pisos con balcones, con 120 habitaciones y suites, y con nada menos que 280 empleados, había corresponsales del “New York Times“, del “Washington Post“, “The daily telegraph“, “Observer“, de cadenas de televisión como
Eran los años en que Beirut fue la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental, balcón incomparable sobre el turbulento Oriente Medio. En su barra, alrededor de las mesas de su hermosa terraza abierta a la playa, y desde la que era fácil imaginar en las cumbres nevadas de los contornos, gente en sus pistas de esquí, periodistas, espías, hombres de negocios, potentados del petróleo como Paul Getty, notables libaneses, políticos árabes exiliados, formaban una clientela sin igual, con sus interacciones naturales.
Durante tres décadas las informaciones, intrigas, conjuras, mixtificaciones del bar del Saint George, repercutieron en la política y en las finanzas del Oriente Medio. En la época de la guerra fría Beirut como Tánger, Casablanca, fue una plaza de gran actividad clandestina. Sin censura de prensa, con un gran número de diarios y periódicos, era la capital de la información del Machrek.
Alrededor del mediodía acudían habitualmente veteranos y bisoños corresponsales anglosajones para intercambiar, comentar, contrastar noticias. Los anglosajones, más que periodistas de otras nacionalidades, eran adictos a esta costumbre. Alguna vez acompañé a John Bullok del “Daily Telegraph” al bar del Saint George y al del Sheperds en El Cairo. Es difícil que los jóvenes de hoy, acostumbrados a las facilidades instantáneas de la comunicación, imaginen aquel ambiente en que se trabajaba.
Indudablemente, si el novelesco Kim Philby, hijo de un gran arabista, Sir John Philby, no hubiese sido durante seis años uno de sus más habituales parroquianos, el bar del Saint George no hubiera alcanzado tan gran aureola internacional.
Había también una clientela femenina extranjera -esposas y compañeras de corresponsales, periodistas de paso por Beirut, aventureras y discretas Mata Hari. Philby se casó un par de veces y tuvo distintas amantes en la ciudad-. Y relevantes mujeres libanesas como
Camareros discretos servían las copas, wiskies, dry martinis, bloody marys, cócteles. “Sabíamos que había muchos espías -ha contado el antiguo barman a Said Abu Rish, autor de un interesante libro sobre el bar- pero no sabíamos por cuenta de quién trabajaban”.
Philby, misterioso, tranquilo, retraído, encarnaba la perfecta imagen del espía. Abu Rish que frecuentó el lugar hasta el final, está percatado que no ha habido ningún ambiente parecido al del Saint Gerorge, muy superior en intrigas y maquinaciones reales al ficticio “Rik” de la famosa película “Casablanca”.
El destino del Saint George ha sido cruel. En 1976 quedó muy destruido, al principio de las guerras libanesas, y fue ocupado por combatientes palestinos. Nunca fue rehabilitado, pero a sus pies se amplió la piscina que se convirtió en punto de encuentro de la juventud dorada libanesa y extranjera.
En 2005, el enmarañado atentado nunca esclarecido contra el exprimer ministro Rafic el Hariri se consumó delante de su fachada. No sé si los clientes de su piscina saben que se broncean y solazan a la sombra de uno de los históricos centros de la lucha de los servicios secretos del Oriente Medio.