El antídoto de la banalidad


En verano de 1995 tuve la oportunidad de asistir a una magnífica conferencia sobre las relaciones entre televisión e historia, dada por el historiador italiano Giovanni De Luna en la Universitat d´Estiu de Gandia, de la cual aún conservo los apuntes. Una de las tesis – muy en consonancia con algunas ideas de Neil Postman en Amusing ourselves to death (1985)-era que el relato informativo de la televisión suponía el fin de la lógica histórica. La mirada televisiva sobre la realidad implica la transgresión de las coordenadas temporales y espaciales, introduciendo una nueva perspectiva fundamentada en la simultaneidad y la ubicuidad. El informativo televisivo rompe con las distancias físicas y, haciendo próximo lo desconocido, oculta lo cercano. Por otra parte, acaba con la cronología temporal, haciendo coincidir, en el mismo instante, series históricas locales dispares. El mayor avance científico del año en el hemisferio norte coincide en la pantalla con un nuevo enfrentamiento tribal en el hemisferio sur, y el skyline de Nueva York puede llegar a sernos más familiar que el perfil de nuestra ciudad. La mirada anacrónica y utópica se impone por doquier, a falta de puntos de referencia estables. Y, paradójicamente, con tal transgresión del relato histórico, no se superan los eurocentrismos u otros antropocentrismos informativos tantas veces denunciados, sino que quedamos presos de un nuevo mediacentrismo, a su vez condenado a la fragmentación caprichosa de la emoción subjetiva en la que asienta toda su fuerza.

La disolución de la lógica histórica, y de la lógica sociológica en nuestra percepción del mundo, no sólo se debe al papel del informativo televisivo. Se trata de un efecto central, nada colateral, de la propia globalización. La globalización, ante todo, es confusión. La perspectiva global supone un ejercicio brutal de simplificación de la complejidad, una especie de genocidio mental e incruento, aunque con graves consecuencias prácticas, de la comprensión de la diversidad histórica y social, cronológica y territorial. Malos tiempos, pues, para aquella “imaginación sociológica” que reclamaba Carl W. Mills como camino fundamental para convertir el malestar en comprensión y la indiferencia en compromiso, a partir de la posibilidad de ser capaces de intersecar nuestra biografía personal con la historia.

Y, a pesar de todo, ¿qué otra alternativa nos queda que no sea la reivindicación de aquella imaginación sociológica y del relato histórico clásico, si es que queremos entender algo de lo que ocurre a nuestro alrededor? Precisamente, estas últimas semanas hemos asistido a dos grandes debates mediáticos que muestran cuánta razón sigue asistiendo a las ideas de Postman, De Luna o Mills. Por una parte, está la divertidísima polémica por los anuncios ateos en los autobuses, inimaginable si no se hubiese contado con una sucesión de confusiones iniciales por falta de comprensión contextual del debate en su origen. La confusión también puede llegar a ser fuente de creatividad, y quizás pueda llegar a decirse, con el tiempo, que algo que empezó como un verdadero juego del disparate, acabó ventilando algo tan interesante como es la ocupación del espacio público por las distintas concepciones religiosas del mundo, sean teístas o ateas. Porque la cuestión no está sólo en si los ateos salen del armario, sino en si el progresismo deja de considerar que los teístas deberían permanecer encerrados en su propia sacristía.

Por otra parte, aun bajo los efectos traumáticos de las consecuencias dramáticas del ataque de Israel en la franja de Gaza, el debate político sobre esta ofensiva ha sido víctima de la ignorancia servida por ciertos medios de comunicación a base no tanto de mentir, sino de no contextualizar lo mostrado, es decir, de contar verdades a medias. Afortunadamente, una parte de la prensa ha actuado con responsabilidad, ofreciendo contexto histórico e imaginación sociológica. Pero, desgraciadamente, no es éste el alimento informativo de las mayorías. De manera que la información sobre un grave enfrentamiento armado sin coordenadas temporales ni espaciales, mostrando exclusivamente la barbarie de la guerra pero sin discutir sus antecedentes, apelando a la emoción de unas muertes despojadas de su biografía y su contexto, torpedeando, en fin, su perspectiva histórica y sociológica, supone una grave banalización de la realidad que se suma, aunque sea involuntariamente, a la propia barbarie de la que nos escandalizamos. Quizá sea por estas mismas razones por lo que las opiniones que huían del relato banal de la guerra hayan sido recibidas con tanta agresividad.

Ahora que se discute tanto sobre el porvenir de la prensa escrita, cuando se sostiene quizás con demasiada alegría que su fin está dictado por el hecho de que la información ya nos llega por la radio y la televisión, deberíamos insistir en la amenaza que supone un relato sin historia, sin referentes espaciales ni temporales, sin instrumentos para desarrollar una verdadera imaginación sociológica. La prensa escrita de calidad, de análisis y opinión, hoy por hoy y a pesar de sus limitaciones, sigue siendo el mejor antídoto contra la banalidad global.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua