LA declaración de “alto el fuego permanente” se parece poco a las del pasado, por su discurso, por sus plazos inexistentes (no hay plazos ni es meramente indefinida, que siempre puede tornarse en finita) y por sus contenidos (ideológicamente normales y más invitadores que condicionadores). Hayan sido pactadas o no sus expresiones concretas, constituye un acto unilateral, un acto de voluntad en una dirección que deja a los agentes sociales y políticos la gestión de los procesos.
Constituye no sólo una esperanza sino un paso decisivo en la dirección adecuada de un largo camino a recorrer. Al contrario de lo que ocurriera en Lizarra, no mezcla -al menos en la letra y ya veremos si en el espíritu- el proceso de paz y el de “construcción nacional”, aunque haya entre ambos una sinergia evidente de hecho.
Como tal declaración, constituye un cambio cualitativo en los tres procesos que se abren: el proceso de paz del que es un gesto de inicio y no un término; del proceso de normalización, del que es también el pistoletazo de salida para una futura mesa de partidos que trate sobre procedimientos y métodos que diseñe el cambio de un marco político consultable a la ciudadanía; y del proceso -mucho más lento y sutil- de entendimiento de una sociedad plural y que se vea como un sujeto nacional en construcción.
En principio no supone un armisticio, ni una disolución ni una renuncia al ejercicio de todas las formas de violencia que, si aparecieran, podrían perjudicar la credibilidad de la izquierda abertzale. El proceso de paz lo entiende vinculado -como en cualquier otro proceso de paz con final dialogado de la violencia- a actos unilaterales significativos de la otra parte, en claves de encadenamiento recíproco. Esos actos se darían en los espacios de humanización del conflicto (familiares de presos…), de distensión (legalización de la Izquierda Abertzale, la cuestión de los presos, de la legalización, actitud entorpecedora del sistema judicial…) y de apertura de un proceso democrático -demandado por las propias mayorías sociales- para el debate sobre el marco político. No contempla, en cambio, la problemática de las víctimas. O sea, es un alto el fuego permanente pero no irrevisable ni definitivo en el caso de que los enemigos del proceso consigan arruinarlo.
Ahí arriesgamos casi todos. Para la Izquierda Abertzale como corriente el tema es irreversible por ser impensable una suicida marcha atrás. Para Zapatero, un fracaso se le volvería como un boomerang. Para todos los sectores que han, hemos, trabajado años y años para ver este momento de partida, el fracaso sería decepcionante y lo más parecido a los trabajos de Sísifo.
El proceso tiene enemigos que quieren hacerlo descarrilar, al menos tal y como se ha planteado. Y ahí hay diversas figuras:
El Inquisidor. Exige que se disuelvan, se rindan. No hay nada que dialogar. Muerto el perro se acabaría la rabia. Necesitan vencedores y vencidos. Humillar, reprimir, mantener las normas de excepción que deslegitiman al propio Estado de Derecho. Llamarán precio a cualquier gesto. Es la dirección del PP. Están molestos, ciegos de ira y aterrorizados. Necesitan a ETA como herramienta contra el cambio y contra el nacionalismo vasco y para arruinar a Zapatero.
El Vengador. Alguna asociación de víctimas. Exige sólo más castigo. Los gestos serían una traición a la memoria de sus víctimas. Exigen arrepentimiento, condicionar los procesos y la agenda. Necesitan matar simbólicamente a ETA y obtener consuelo no en la Justicia sino en el dolor ajeno.
El Miedoso. Sectores del PSOE -Bono y otros que están callados- que desde el antinacionalismo miran más en términos de cálculo electoral ante el PP, y que mediante inacción y demoras apostarían por no mover apenas fichas en ninguno de los temas planteados (presos, legalización, sumarios…), en la confianza de una muerte dulce de ETA atrapada en su propia lógica y parando además a los nacionalismos. Necesitan vencedores y vencidos no instantáneos pero sí al final del camino.
El Fanático. El sector hiperradical y fundamentalista abertzale que confunde métodos y fines y entiende el comunicado de ETA como el inicio de un proceso liquidacionista. Espera de los errores del “enemigo español” la excusa para una reconsideración y un escenario de vuelta atrás. En caso de no producirse, podrían actuar como incontrolados, poniendo palos en las ruedas e, incluso, con el tiempo, propugnar agónicas escisiones. Necesitan la guerra interminable.
Y, sin embargo, la autopista es con carriles de distintas velocidades. El del respeto a las víctimas y la deslegitimación de las expresiones violentas debe ir en el carril más acelerado; a su lado, en vía de crucero, el carril de las medidas de humanización y de distensión dentro de las reglas legítimas del Estado de Derecho; y en la vía más pausada pero sin parones, el carril del encauzamiento de los conflictos de fondo. Son tres carriles inevitables, paralelos y necesarios de una misma autopista para una sociedad democrática y reconciliada.
El cuarto carril aún no está construido. Habrá de esperarse a otro momento más maduro -cuando se dé una pacificación total, una actitud social reflexiva y un consenso sobre la noción de víctima- para la creación de una imprescindible Comisión de la Verdad plural e independiente, constituida con el máximo consenso social y la legitimidad otorgada desde todas o casi todas las partes y que, tras escuchar todas las voces y esclarecer causas, responsabilidades y efectos, elabore una Memoria de revisión crítica y autocrítica del pasado. Podría ayudar a que se reconozcan las víctimas entre sí y también a que los victimarios de uno y otro signo puedan llegar a reconocer los daños causados. El mismo proceso de reflexión se habría de dar en la sociedad misma para lograr un colectivo “nunca jamás” a la violencia y a la conculcación de derechos que se plasmaría en un código ético colectivo.
Son, por lo tanto, procesos delicados, contradictorios, de avances lentos pero de expresión repentina. Son momentos de asumir riesgos en la educación de las opiniones públicas, incluso contradiciéndolas. Son momentos de liderazgos con altura de miras, de inteligencias que no confundan los intereses generales con los particulares ni empujen hacia callejones sin salida. Son momentos de participación y movilización para que la sociedad vigile a los conductores de los procesos políticos, evitando en todo momento que los enemigos del proceso tomen el volante un sólo instante. Son momentos con aspecto de históricos, pero eso sólo lo sabremos después.