Ahora que el líder del PSC ha sido víctima de una agresión -poco grave pero sin embargo condenable, etc.- deberíamos plantearnos seriamente el propósito independentista. Quizá sea verdad y en la idea ‘independencia’ o ‘Estado propio’ para Cataluña hay un punto venenoso, un núcleo de horror y dolor, un hueso nauseabundo que nos pudrirá poco a poco a todos el entendimiento, y que transformará esta pacífica sociedad liberal y tecnológica en un delirio totalitario, en una tribu de ogros repugnantes dispuestos a matar y morir por su ideal.
Puede que la hipótesis independentista sea esencialmente perversa. Puede que el ideal de querer votar y decidir el futuro del país tiene un trasfondo maligno. Quizás es verdad que la prueba de reforma constitucional para dar una salida ordenada al proceso y construir un nuevo marco de relaciones con España tiene indefectiblemente una dinámica diabólica, que se comunica en los gestos, en las miradas, en las acciones y en los pensamientos. Vamos a comprobarlo.
Cualquiera de ustedes puede hacer el experimento: diga en voz alta, delante del espejo, la palabra ‘Independencia’, o bien la palabra ‘Estado propio para Cataluña’, y ya verá cómo enseguida sus rasgos armónicos y su sonrisa equilibrada se transforman en una mueca repulsiva, pasará de ser el ilustrado doctor Jekyll a parecer Mr. Hyde, autor verdadero de crímenes horrorosos. El concepto ‘independencia’ tiene efectos secundarios, como mezclar el vino con los higos chumbos, como comerse el hígado de un oso, como abusar de la lectura de novelas de caballerías.
A mí este efecto se me reproduce de continuo, incluso cuando por accidente pronuncio la palabra ‘independencia’ -por ejemplo en la frase: ‘con independencia de lo que piense la suegra sobre mis albóndigas…’ -: el simple hecho de pronunciar esta palabra me distorsiona el entendimiento, me altera el tino, me desfigura la racionalidad, casi como la palabra ‘selfie’, que es capaz de provocar toda clase de accidentes de tráfico, ya que la gente se hace una foto al volante, muy feliz, la cuelga en Facebook y poco después se mata en un choque contra un camión de basura.
El concepto ‘independencia’ hace que tenga una insólita propensión a la halitosis, a vestir camisas negras, a taparme la cara con pañuelos rojos, a apretar el puño en un conato de violencia por el momento contenida, hasta que encuentre una mandíbula federalista o unionista donde desfogarme, dentro o fuera de casa, incluso en las mandíbulas de mi propia familia.
Me altera tanto los hemisferios cerebrales que incluso hablo idiomas, más allá de un castellano más o menos perfecto y de un catalán macarrónico. Mi suegra, socialista de toda la vida, votante sempiterna del PSC, incluso ahora vota Iniciativa, porque está a favor del derecho a decidir, aunque cuando pronuncia la palabra ‘independencia’ -pobrecita- empieza a cocinar canelones con la carne revenida de los gatos del barrio y me amenaza con la tetera, ¡como si yo fuera Carme Chacón y colgara cada quince días mi foto con García Márquez! ¡Horror!
El concepto ‘independencia’ tiene ese poder infame -crispa los nervios, me empuja a hacer palomitas, me altera la digestión, ¡no hablemos de lo que provoca en las hemorroides! -; los expertos en PNL -programación neurolingüística, que al contrario de lo que se dice no son charlatanes- saben que las palabras tienen poderes oscuros, y que repitiendo que eres un imbécil puedes terminar haciendo tonterías de todos los colores.
La palabra ‘independencia’ es el abracadabra que abre la caja de todos los males políticos y morales, convoca a todos los vicios, estimula todos los desmadres. Dicen que con unas migajas de independencia consigues el triple que con un miligramo de burundanga. La independencia es la cocaína de las clases medias del país.
Por suerte, he encontrado el remedio para este vicio o depravación del entendimiento. Si me levanto por la mañana y antes de decir nada a nadie pronuncio las palabras ‘España’, ‘federalismo’, ‘constitución’ o ‘respeto a la legalidad’ entonces vuelvo a ser yo mismo, escribo versos deliciosos, pienso con claridad aristotélica, hago footing por la Ronda litoral, incluso tengo éxito con las señoritas con estudios, y en el supermercado de la esquina me hacen siempre un pequeño descuento.
Gracias a este tratamiento incluso me gustan las canciones de Loquillo -él nunca nos mentiría-, creo que Jordi Évole hace buen periodismo, que El Periódico no es un diario para niños y que la prosa de Javier Cercas no es insípida. Gracias a ello me olvido de que Loquillo fue condenado a prisión por un puñetazo, o que apoyaba a los criminales motorizados con Harley Davidson.
Mi amigo Robespierre, sin embargo, me llama y, hablando de este síndrome, me recuerda algunos detalles peripatéticos. Me dice que la idea de España unida ‘tiene un historial de cuarenta años de crímenes de una dictadura muy sórdida -franquismo, dice, pedante-, cuyos hijos ideológicos o biológicos ahora son los más encendidos partidarios de la misma idea -¡España!-, aunque bien protegidos tras conceptos campanudos como ‘Constitución’ o ‘legalidad vigente’.
Mi amigo James Joyce, que también tiene arrebatos de lucidez, me recuerda que quizás no hay ninguna idea política en la historia de Occidente que no haya hecho correr la sangre -incluso la idea ‘derechos del hombre’ es indisociable de la guillotina… -: las ideas políticas acaban siendo poseídas por las masas, y entre las masas siempre hay una determinada proporción de gente violenta o imbécil o intransigente -gentuza, locos-, que acaba haciendo que la idea más noble parezca una gamberrada agresiva. La solución es fácil: para acabar con la violencia doméstica basta acabar con la idea matrimonial, o incluso con la idea o concepto ‘relaciones humanas’. Muerto el perro, etc.
Para que las ideas políticas no conduzcan a la violencia se inventó la democracia, que consiste en contar voluntades -votos- en torno a proyectos, y que de estos proyectos, los votados mayoritariamente, acaben transformando la realidad, siempre dentro de los márgenes de la libertad y del respeto a las minorías… En conclusión: Buen fin de semana.
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