El comando del Mossad israelí coordinado por Peter Malkin bautizó con el nombre de Garibaldi la operación de secuestro de Adolf Eichmann. Garibaldi se llamaba la calle de Buenos Aires donde se ocultaba el criminal nazi. Todo esto pasaba el 11 de mayo de 1960, hace medio siglo. Eichmann, acusado de ser el responsable de aplicar la “solución final del problema judío”, fue llevado a Jerusalén, juzgado y ejecutado. Para el gobierno israelí, el proceso a Eichmann representaba la necesaria visualización de la justicia, ahora no impartida por los vencedores de la guerra -los procesos de Nüremberg-, sino por las víctimas constituidas en estado de derecho. De ahí vino posiblemente la insistencia de jueces, fiscales y testigos a presentar Eichman como máximo responsable de la logística del Holocausto. Es decir, del proceso de concentración y transporte con el exterminio como objetivo.
Pero no todo el mundo vio en Eichmann el superhombre -en este caso, supercriminal-capaz de concebir y ejecutar una operación de tanta complejidad. Y fue la voz de la pensadora judeoalemana Hannah Arendt -acreditada en el juicio por la revista The NewYorker- una de las primeras que advirtieron de la inconsistencia y el bajo nivel intelectual de aquel hombre, que ahora presumía de su eficiencia en el organización del exterminio, ahora acogía la obediencia impuesta por sus jefes, Himmler y Heydrich. En la Europa de los años 30 y 40 -recordó Hannah Arendt-, la obediencia oscurecía razonamientos y emociones y movía multitudes. La obediencia que culmina en la banalidad del mal y que mueve a los criminales a aplicar el exterminio con ritmos industriales es gemela de la obediencia -en el sentido conservador de sometimiento y resignación- en el que vivían vertidas las clases medias acomodadas europeas, a las que pertenecían las comunidades judías. Obediencia que se convirtió en parálisis: antes que sublevarse, la mayoría optó por aferrarse a las posibilidades de sobrevivir. Hasta el punto de que no pocos -explica Hannah Arendt- financiaron la propia deportación, obedeciendo directrices de los consejos judíos de los guetos. Erich Fromm, también judío, al formular la teoría del carácter social -ideas y hábitos culturales y económicos compartidos por individuos de una misma sociedad- no pudo evitar mencionar dolorosamente la obediencia como rasgo común entre verdugos y víctimas.
Al cabo de los años, Peter Malkin, el hombre que esposó el criminal nazi cerca de la calle Garibaldi de Buenos Aires, confesó: “Lo que más me inquietó de Eichmann fue descubrir que no era un monstruo, sino un ser humano”. Sí, terriblemente y horrorosamente humano.