Dice Patrícia Gabancho que hubo un tiempo en Barcelona en el que señoreaban los historiadores, como después lo hicieron los arquitectos y ahora lo hacen los cocineros. Según ella, al parecer hemos pasado de la reflexión al hedonismo. Comparto al cien por cien ese diagnóstico. Vivimos en tiempos posthistóricos. Incluso postporno, según hemos visto con la contratación de una esperpéntica directora de comunicación por parte del Ayuntamiento de Barcelona. El hedonismo se ha zampado el pensamiento y casi todo es efímero, una especie de fast food intelectual que se cocina en las depauperadas universidades públicas.
Lo apuntado por Gabancho venía a cuento del comentario que publicó en el digital cultural Núvol sobre la presentación en el Ateneo Barcelonés del libro de homenaje a Josep Termes en el que participó otro historiador, Josep Fontana, quien recientemente fue candidato a concejal en las listas de Barcelona en Comú. El libro, Josep Termes. Catalanisme, obrerisme, civisme (Editorial Afers), es una miscelánea de colaboraciones cuya edición, en el sentido inglés de la palabra, corrió a cargo de la profesora Teresa Abelló y un servidor. Gabancho retrata muy bien lo que significó aquel acto, empezando por la apuesta de los organizadores de pedirle a Fontana que glosase la figura de Termes, quien fue a la vez su amigo y su adversario intelectual.
El texto de la conferencia de Fontana demuestra hasta qué punto Termes fue lo más próximo que ha dado la historiografía catalana a lo que representó E.P. Thompson para la historiografía británica. Me imagino que a muchos de ustedes les parecerá que estoy hablando en chino, pero lo que quiero decir es que Termes aportó una visión cultural y política al estudio del obrerismo y las clases populares catalanas que se parecía bastante a lo que haría Thompson en su celebrado The Making of the English Working Class, un libro que se publicó por primera vez en 1963. Cuando Termes publicó en 1972 sus tesis doctoral, Anarquismo y sindicalismo en España: la primera Internacional (1864-1881), prolongación de su tesina presentada en 1968, dudo que hubiese leído ese libro tan influyente de Thompson. Sus itinerarios fueron paralelos y fueron el signo de un tiempo, pero no coincidieron.
¿Y cuál era ese tiempo? Pues aquel donde predominaba el marxismo estructuralista y economicista al que estaban adscritos historiadores, sociólogos y políticos, entre ellos Josep Fontana y Eric J. Hobsbawm, para hacer otro paralelismo. El predominio de ese tipo de interpretación del pasado inundó las aulas universitarias de tal modo, que aún hoy se nota su influencia entre los adalides de la joven, más que nueva, izquierda que se abre paso. De ahí esa liason generacional que hace coincidir a Fontana, Joan Subirats o Jordi Borja con Xavier Domènech, Albano-Dante Fachin e Íñigo Errejón. La interpretación del catalanismo (al que ahora llamamos soberanismo porque es decididamente secesionista) y su incardinación con la lucha social reproduce lo que ya se discutió hace muchos, muchos años, pero con unas gotitas de Ernesto Laclau, el teórico del populismo.
Fue precisamente Josep Termes quien en 1974 se encaró a la interpretación “izquierdista” de Jordi Solé Tura sobre los orígenes del catalanismo. Los dos habían sido militantes del PSUC, aunque Termes nunca se consideró marxista, mientras que Solé Tura se separó, junto con Jordi Borja (otro candidato senior a concejal en las listas de Barcelona en Comú), para crear una de las organizaciones más influyentes de la extrema izquierda catalana (que es donde realmente arraigó): Bandera Roja. Por allí pasó un montón de gente, incluido un servidor. Lean la lista que se incluye en Wikipedia, aunque se podría ampliar mucho más, y lo constatarán. La influencia de Solé Tura llegó también a la universidad, de la mano de Manuel Jiménez de Parga, y en la Facultad de Derecho se alimentó a un generación de académicos algunos de los cuales son hoy los mentores intelectuales del conglomerado que ha llevado a Ada Colau hasta la alcaldía. Lo cierto es que también los hay que hoy pertenecen al CATN. Expliquémoslo todo.
Fontana fue durante años, por reducirlo a la terminología actual, una especie de tercera vía. Y lo debe seguir siendo porque va con unos, los que acusan al soberanismo de burgués, y en cambio su último libro, La formació d’una identitat. Una història de Catalunya (Eumo), es casi una especie de manual de autoayuda para explicar que la actual ola soberanista viene de muy lejos y de muy adentro, que es producto de una imbricación no siempre fácil de conciencia social e identidad colectiva, entendida esta segunda como sentimiento de derechos y libertades, de pactismo, de soberanía popular, de resistencia a las imposiciones. Estaría bien que lo leyesen en catellano sus correkigionarios, pero Fontana es reacio a traducir este libro, como dijo el día de su presentación, porque el público español no lo sabría asimilar. Él sabrá por qué.
Termes —a quien, por cierto, Fontana no cita en su libro—, hubiese dicho que lo importante fue la catalanidad popular, su fidelidad a la nación catalana, asumida por el impacto de la integración cultural y lingüística, porque a él le importaba mucho más cómo las clases populares resistían los embates del Estado y defendían su catalanidad que el proyecto regeneracionista español del catalanismo conservador de los siglos XIX y XX, que es lo que ha llegado a su límite en nuestro tiempo. La perdurabilidad del catalán, por ejemplo, no se entiende sin esa catalanidad popular, independientemente del lugar de nacimiento de cada cual, porque los burgueses catalanes estaban castellanizados en 1833 y se volvieron a olvidar del catalán en 1939.
Termes entendió el catalanismo como la experiencia cultural de clase y nacional de los sectores populares. Por eso Termes acabó siendo repudiado por la izquierda clásica, estatista, doctrinaria, porque en sus tesis no cabía la idea de que el catalanismo tuviese ese componente popular y de base que luego se convirtió en mayoritario entre las clases medias, aquellas que dieron la victoria al catalanismo durante años, en tiempos de la II República y después, cuando en 1978 se recobró la democracia. Hombres como Josep Solé Barberà o Antoni Gutiérrez Díaz, los dos del PSUC pero de la facción menos ideológica y más popular, lo tuvieron siempre muy en cuenta. Por el contrario, Manuel Sacristán, el factótum intelectual comunista de aquella época, nunca entendió ni media palabra de lo que le contaba Termes. Por eso algunos de sus discípulos han acabado en C’s.
Lenin, Stalin, Maurín habían dejado claro que eso del nacionalismo era cosa de burgueses, pero Termes, recogiendo el guante de Antoni Rovira i Virgili, se empecinó en demostrar lo contrario, con pruebas y documentos. Con ese énfasis suyo, parecido al de Thompson, sobre que las experiencias de clase son un proceso activo y sólo pueden entenderse desde una perspectiva histórica. Su historia era una “historia desde abajo”, descubriendo a las personas y sus actitudes vitales y también,, claro está, sus apegos ideológicos y organizativos. Termes se interesó por la gente corriente más que por el poder, que es lo que preocupó a otros historiadores de su generación.
La obra póstuma de Termes, Historia del anarquismo en España, 1870-1980 (RBA), es un compendio de esa manera de entender la historia desde el humanismo no economicista. Los que ahora hablan de cambio de hegemonías y de cosas de este tipo, recuperando la lectura de Antonio Gramsci que difundió BR, no saben explicar por qué el catalanismo ha sido hegemónico en Cataluña y qué es lo que está pasando hoy en día. Lo único que se les ocurre, con el sostén de viejos académicos, es volver a la teoría soleturiana. ¡El independentismo es burgués! Con lo que vienen a decir que lo que importa es la lucha de clases. Lo que no nos cuentan esos señores es que su interpretación del catalanismo ha sido hegemónica en los ambientes académico catalanes.
Diferenciar entre catalanismo y lucha social es una dicotomía falsa, como ya explico Termes. El artículo colectivo “Mañana mismo“, publicado recientemente y que Oriol Junqueras y David Fernández firman en primer lugar, lo vuelve a destacar sin tapujos, aunque sus autores tengan la necesidad de inventarse una imaginaria doble pinza que, según ellos, se retroalimenta mutuamente porque quiere destruir a la izquierda soberanista. Lo hacen por temor a ser tachados de derechas por esa izquierda unionista, a la siempre piden permiso por existir, si al final se les ocurre aliarse con Artur Mas y los suyos mediante la sociedad civil. Esa izquierda unionista que a menudo, como me reconoció en su día Josep-Lluís Carod-Rovira, sólo les soporta en debates como el que tuvo lugar el otro día en la UPEC.
Aunque esté mal decirlo en estos momentos: sólo Pujol entendió a Termes. De ahí sus triunfos electorales y también el antipujolismo emboscado en las universidades. Historia, política y pensamiento, aunque haya ido acompañado de falta de virtud, es lo que le sirvió a Pujol para aguantar tantos años. Los cocineros, en cambio, no hablan, sólo nos dan de comer y se enriquecen con ello.