Donibane Garazi. 1937. Junio

Así me lo contaron, tal como sucedió: Bingen Ametzaga iba al frente de 500 niños, acompañado por su esposa Mercedes y varios adultos. Venían de la caída de Bilbao, la de los 2.000 bombardeos, desembarcados de un barco y de un tren, arribando exhaustos a la estación de Donibane Garazi. Cargaba consigo, y era pesada mochila, la congoja de no saber cuándo ni dónde iba a terminar el derrotero de sus pasos por las veredas del hambre, la desolación y humillación. Le preocupaba más que su tragedia personal –despojado de todo bien material y la despedida de sus seres queridos y obligado abandono de su lar natal–, la de los 500 niños a su cargo. Para ellos la carga era más pesada. Sus padres, apartándolos de tanto mal como el que cabía en Bizkaia, prefirieron enviarlos lejos de sí, bajo la custodia del Gobierno Vasco, para que pudieran dormir sin el ruido de las bombas ni temer su estropicio y lograr, en los países de acogida, una alimentación digna. Para salvar la inocencia de su infancia, los tenían que alejar de si.

Era el día bendito de San Juan y transitaban por las calles desiertas de Donibane Garazi, desde la estación a la ciudadela que coronaba la colina Mendiguren, cruzando el estrecho portal de Andra Mari Atea. Cerradas permanecían puertas y ventanas. Los niños que iban en ordenada formación y recitando un rosario, tenían frío, hambre y miedo, pero nadie se apiadaba de ellos. Por recomendación del obispo de Dax, Mons. Matthieu, consiguió el Gobierno Vasco que se les concediera el cobijo de la vieja fortaleza, La Citadell. El pueblo estaba en la planicie, a ambos lados del río Errobi.

Era tiempo de prender las hogueras, reflexionó Ametzaga, festejar al apóstol que daba nombre al pueblo. Pero no ardía ningún fuego esa noche, la más corta del año. Al entrar en la fortaleza, pudo ver su abandonado estado: se caía a pedazos. Las veinte andereños, llegadas días antes, colocaron los catres en los salones que creyeron más acogedores por su posición hacia el sol y habían embutido troncos en las enormes chimeneas en su afán de hacer el lugar habitable. Pero necesitaban urgentemente leche y pan y miel.

Ametzaga se levantó temprano, se adecentó con un pocillo de agua fresca y pidió en su interior ayuda del Cielo, porque del resultado de su acción mañanera dependía el bienestar de 500 niños y de los adultos. Se despidió de su esposa y descendió de la fortaleza, cruzando el puente del foso, en dirección a la casa parroquial. Entró antes en la iglesia donde realizó unos pasos del Viacrucis en euskera y luego, dándose ánimos aunque se sentía en miércoles de Cuaresma, llamó a la puerta parroquial que, para su sorpresa, se abrió. Se enfrentó a un anciano párroco revestido con hábito talar que le preguntó, en un francés hostil, qué cosa quería.

“Comida y amor”, respondió Ametzaga y le fue explicando que los 500 niños a su custodia, necesitaban atención alimentaria, sanitaria y emocional. El sacerdote se alzó de hombros y pronunció, casi escupió, la palabra gorriak, pero inesperadamente le invitó a entrar a su despacho y Ametzaga le siguió apesadumbrado. No bastaba a los franquistas ganar la guerra, explosionado Gernika, derivándolos al exilio, sino que les perseguían con la acusación de rojos para hacerles difícil la vivencia en el estado francés.

El despacho del párroco estaba modestamente amueblado y detrás del escritorio de roble, en la pared central, destacaba una ikurriña. Ametzaga, estupefacto, contempló la bandera que ondeó en el espacio de Bizkaia que defendieron durante nueve meses y representaba la identidad no solo de los vascos peninsulares, sino continentales y de los compatriotas diseminados por el mundo americano. Más seguro, contestó a las preguntas del párroco sobre su lucha contra Franco, tan católico él y, al final, Ametzaga, dejando el francés, exclamo en euskera señalando la ikurriña: “Por ella nos han perseguido, hemos sido desplazados de nuestros hogares, que somos indigentes cuando teníamos un país, un hogar y un modio de vivir respetable. Y una ilusión de país hermanado con los seis herrialdes”…

El sacerdote miró la ikurriña que engalanaba su despacho e iluminaba su alma y, de pronto, como Pablo en el camino de Tarso, vio la luz. Se levantó de su sillón, abrió los brazos y estrechó al hombre que le hablaba en su lengua, con modalidad bizkaina. Era un abrazo fraternal demorado por más de quinientos años, exponiendo con amargura la derrota que llevaba en su corazón, trasmitida por sus antepasados, desde la toma a sangre y fuego de Donibane Garazi, en 1512 y 1521, cuando dejó de ser Llave del Reino, pues partieron a Nabarra en dos.

“Gora Euskadi askatuta” –musitó en voz baja el viejo hombre–, estremecido por los avatares de la historia.

Al día siguiente, el médico, el boticario, el dueño de la tienda de abastos, mujeres cargando ropa y sábanas, llegaron al viejo castillo –construido tras la conquista para marcas las líneas divisorias de España y Francia, queriendo anular Nabarra–, otorgando bienvenida a sus compatriotas. Dentro del espectro de aquella nueva guerra, el corazón bascon seguía latiendo. Alguien encendió una hoguera en aquella tardía noche de San Juan y de reencuentro, en el foso de la ciudadela, que sirvió de catarsis para espantar la hostilidad e iluminara la fraternidad de un tiempo nuevo.

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