Dominación y unilateralidad

1. Hace cuatro días, en el dominical en colorines del Boletín Orteguiano del Estado, como denominaba el añorado Ramon Barnils al diario ‘El País’, el impenitente Javier Cercas volvía a la carga contra el Proceso negando validez a cualquier referéndum (“¿Referéndum? ¿Qué referéndum?”) que pudiera llevar a la separación de un Estado, porque “[rompe] de por medio las sociedades y las adentra en una crisis profunda”. Ahorro comentarios al benévolo lector y a la paciente lectora sobre el punto de vista unilateral del escritor extremeño criado en Girona. Pero el artículo me ha llevado a una consideración sobre los miedos de los españoles residentes en Cataluña con respecto al proceso de independencia. Con la apariencia de que les preocupa el bienestar, la cohesión y la paz sociales, en el fondo, lo que preocupa a los unionistas españoles en Cataluña es el vuelco de la realidad tal y como ellos se la representan, dado que han perdido la seguridad en el Estado que los ampara cuando una multitud consciente y autoorganizada pone en duda su dominación: entonces, los auténticos opresores se convierten en “oprimidos” y los oprimidos auténticos serían los “opresores”. O el mundo al revés. Es el miedo, el miedo al desorden emocional producido en ellos por el cambio de rumbo de la historia, no el bienestar, la cohesión o el orden sociales, lo que preocupa de verdad a los sólidos fariseos unionistas: en efecto, un estado catalán soberano haría realidad su fantasía de “oprimidos” al imponerles un nuevo orden material, legal y emocional.

2. La lucha secular de los catalanes contra la dominación española, aquél levantar la cabeza, con instrumentos de resistencia de todo tipo, contra el totalitarismo genocida franquista, obligó al Estado a modificar a la muerte del dictador la ‘forma’ de su dominación. O, dicho de otra forma, la presión de los catalanes fue capaz de obligar al Estado a modificar su propia composición interna (“estado de las autonomías”). Seguidamente, el desarrollo del estado posfranquista (“democrático”, llaman los detentores del poder español) supuso una nueva fase de explotación secular de la nación catalana. Mediante la legislación, la intervención de la ley, el uso del derecho –o sea, en el ‘terreno político–, España disimuló las relaciones de fuerza entre España y Cataluña tras un “contrato” particular (estatuto) entre los dirigentes de los partidos españoles y catalanes de la “transición”. A consecuencia de ese “pacto” (votación del estatuto), los catalanes hemos intervenido, en la fase de dominación autonomista, en el interior del Estado como un componente esencial de su desarrollo (“autonomismo”). Naturalmente, este impulso creó nuevas contradicciones a ambos lados, pero se puede concluir que el Estado salió inmensamente beneficiado en la transacción, porque se creó el espejismo de la ‘integración’ tranquila, o sea, ideológica –el “mercadeo de votos”, o el “pájaro en mano” era su faceta material–, de Cataluña en España. De hecho, los catalanes, por medio de sus partidos políticos, ayudaron al Estado a frenar el derroche heredado del desorden franquista y a racionalizar la explotación territorial bajo los parámetros políticos de la “democracia” –otra falacia, si hacemos mención a la praxis judicial española contra el “enemigo interior” independentista. En una palabra: el pillaje como forma de enriquecimiento y el desperdicio de recursos como forma de consumo adoptaron, gracias a la ‘mediación política’ (“estado de derecho”, “instituciones democráticas”) los modos juiciosos de la corrupción propios de los estados occidentales. (No será necesario resaltar el paso de los políticos a los consejos de administración de las grandes empresas, el reparto de empresas de estado entre amigos y clientes, o la financiación de los partidos políticos. Tampoco el sistema político catalán, en tanto que interno al sistema español, podía salir ileso).

3. El nuevo despliegue del Estado propició, al mismo tiempo, el desarrollo de la lucha contra él a lo largo del tiempo transcurrido entre la instauración del sistema autonomista y el estallido independentista (1980-2010). Así, la pugna por la regulación de aquella explotación vio sistemáticamente enfrentados al Estado, por un lado, y a los catalanes, por otro: una pugna resuelta regularmente con pactos ‘particulares’ entre el partido español de gobierno y la “minoría catalana” que volvían a ensombrecer las relaciones de fuerza reales entre España y Cataluña. Al igual que sucede en la lucha entre capital y trabajo dentro del sistema capitalista clásico, si se nos permite la comparación, podemos decir que el Estado defendía su derecho a comprar más “trabajo excedente” de la comunidad autónoma –expoliación fiscal– y los catalanes luchaban por vender menos –equilibrio fiscal-. Hasta que la irrupción independentista rompió el espejismo del pacto con el Estado, la mediación política entre particulares, el mercadeo electoral y la fantasía de una integración catalana en España, abriendo en canal las relaciones de fuerza entre España y Cataluña. Derecho contra derecho… pero, entre derechos iguales, decide la fuerza: por un lado, la fuerza del Estado, representante legal del ciudadano español; al otro lado, la fuerza de la multitud movilizada, representante ilegal de la rebeldía catalana.

4. Quien quiera representar cualquier fenómeno vivo en su desarrollo, debe afrontar a la fuerza el dilema de ponerse al frente o quedarse atrás. Y eso es lo que empezaron a hacer, precisamente, los catalanes eligiendo esa ‘unilateralidad’ que suscita tanto terror en las almas de cántaro ​​de nuestros comentaristas y tanta ferocidad entre policías y jueces españoles, hasta el punto de imponer crudamente una represión generalizada y sistemática cuando la mediación política ya no les servía. Porque la unilateralidad independentista no era una fiebre, sino un proceso real de desarrollo objetivo, que no se trataba de ‘seguir’, antes de situar al ‘frente’ del proceso. De hecho, significaba poner el acento sobre una totalidad, es decir, la dominación española, que llega a todos los rincones de la realidad, desde la producción, la distribución y el consumo hasta las leyes de género, las lenguas del etiquetado, los fallecidos de la inmigración subsahariana, o las leyes de las se arroga el monopolio o que deniega con sus brazos político-jurídicos (TC, en primer lugar). La unilateralidad no es, tampoco, una mística que lo reduce todo a una sola cosa, sino que hace ver a las distintas partes –desde el rescate bancario hasta el salario mínimo, desde la distribución de fondos europeos hasta los presupuestos autonómicos, desde la persecución de la lengua hasta las leyes audiovisuales– como un todo orgánico: la dominación de España sobre Cataluña. O dicho de otra forma: la unilateralidad nos permite ver que el Estado domina –hecho objetivo– y, al mismo tiempo, evalúa la dominación –hecho subjetivo– para no dejar una sola brecha que afecte a su unidad integral; de paso, la unilateralidad independentista pone en evidencia la unidad orgánica, profunda, de todas las partes de una dominación que otorga ‘su’ valor –sancionado por las leyes, reglamentos y disposiciones legales ‘contra’ Cataluña– tanto en los aspectos generales como en los particulares de la vida cotidiana– desde los trenes de cercanías hasta el corredor mediterráneo, desde la distribución a escala “nacional” hasta la publicidad televisiva, desde los concursos de Eurovisión hasta la asimilación de cantantes famosos.

A la mediación política usada por el estado posfranquista para disimular su unilateralidad, la gente movilizada por la independencia respondió con una unilateralidad política rupturista, que, frente al dominador, rompía el pacto autonomista engañoso con toda la fuerza liberadora de su desarrollo revolucionario, y, de paso, la naturaleza misma de la dominación y sus máscaras. Se llama antagonismo; y la unilateralidad era la respuesta política. La respuesta del Estado no fue política, sino meramente represiva: al final, entre derechos iguales, prevaleció la fuerza. Que no nos vuelva a suceder.

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