La semana pasada preguntaba a quién beneficia, ‘cui prodest’, bautizar ideológicamente las preferencias políticas para ejecutarlas moralmente. Hoy intentaré responder a la pregunta. Ante todo, salta a la vista que la imposición de una nomenclatura descalificadora es potestad de la clase hegemónica, en la terminología del comunista italiano Antonio Gramsci. Cuando la iglesia señoreaba, perseguía a los críticos con la etiqueta de hereje. Que esta palabra se haya caído del vocabulario moderno revela la pérdida de poder social de esta confesión y, en consecuencia, una escasa capacidad para crear nueva doctrina y mover divergencias teológicas de alguna consideración. Cataluña es compulsivamente de izquierda por reacción a la opresión española, de talante absolutista independientemente de quien ocupe las instituciones. Ni los liberales de Sagasta ni los conservadores de Cánovas del Castillo, con las respectivas partidas de la porra provinciales, representaban alternancia democrática alguna; como tampoco la representan Feijóo y Sánchez con sus respectivas partidas de la porra mediáticas. Cuando se gobierna un país en beneficio de unos pocos, no puede permitirse que la gente se rebele. Si la protesta amenaza con descarrilar el programa, se combate tildándola de populista, de extrema derecha o de cualquier otro título infamante antes de reprimirla por los medios tradicionales. No existe ninguna manera más eficaz de crear conformidad que propiciar una víctima a fin de que sirva de advertencia al resto. La persecución contumaz del president Puigdemont; la acusación de racista levantada al president Torra; la fabricación no tanto judicial como mediática de un asunto de “corrupción” para inhabilitar a Laura Borràs, no tenían otro objetivo que reconducir la voluntad política de la gente. En el Portal de Mar siempre hay una cabeza colgada dentro de una jaula.
La constitución española, en su artículo 20, dice proteger el derecho “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, la escritura o cualquier otro medio de reproducción”. Y en virtud de este derecho los poderes encarcelan a cantantes, destituyen a representantes electos y castigan con años de cárcel la expresión pacífica del sentimiento político. Consignada en el punto veinte de una constitución que la inmensa mayoría desconoce y una minoría vulnera rutinariamente, la libertad de expresión se menciona por reflejo de otras constituciones democráticas y no por tradición o convicción. En Estados Unidos la libertad de expresión (y de reunión) es el primer derecho del ‘Bill of Rights’, la piedra angular de la democracia. Por eso, cuando se dice que la democracia está en peligro, lo que primero peligra es la libertad de expresión.
La libertad de expresión no existe para proteger las ideas dominantes ni el consenso, que no necesitan protección formal, sino para garantizar que puedan proferirse las que nos repugnan. No porque se tenga que respetar el gusto de todos o dar carta blanca al desaguisado, sino porque sin libertad de palabra no hay libertad de pensamiento. Y si el pensamiento no es libre, no es posible razonar sin trabas ni enfrentarse a los problemas con voluntad de resolverlos. Sin el derecho rotundo a la expresión, el individuo con un criterio distinto queda a merced de la turba y la sociedad pierde un punto de vista que podría haber sido definidor. Cada vez que se coarta ese derecho, se suspende no sólo para el disidente sino para todos. Y esto ocurre cuando los derechos políticos se expropian con trapicheos de baja estofa.
El asunto de Ripoll es interesante como síntoma. No de las hordas de extrema derecha que amenazan al mundo y que en todo caso serían el reflujo de la complacencia y engreimiento de la clase dominante, sino de la fragilidad democrática de los partidos del sistema (valga el oxímoron en el caso de la CUP). Fragilidad extensiva a una sociedad olvidada del sacrificio que comportó la consecución de unos derechos, también muy frágiles, y que confunde su ejercicio con una tómbola en la que siempre toca.
Puesto que en Cataluña “ser de derechas” no es sino una inmoralidad, como afirman los comunes al sumar sus votos a los del PP para asegurar que Barcelona permanezca en manos españolas, en Ripoll se ha intentado dar la vuelta a las elecciones enloqueciendo la bola de ultraderechista y fascista a la señora Orriols. Y cuando el pacto de todos contra ella ha fracasado por una tontería de precedencia entre ERC y Junts, se ha apresurado a anunciar una moción de censura antes de que el nuevo gobierno municipal se ponga a trabajar. Con el derecho de expresión ocurre algo curioso. Cuando la dictadura perseguía las ideas rojo-separatistas, “la izquierda” defendía la libertad de expresión. Cuando “la izquierda” se ha convertido en hegemónica se ha olvidado rápidamente que este derecho se concibió para que la opinión de una minoría desempoderada tuviera representación en la esfera pública. Y para que las ideas tengan igualdad de oportunidad de persuasión.
Puesto que en democracia la clase dominante debe profesar que respeta todas las ideas, se ve abocada a proclamar que existen algunas tan violentas en sí que hay que suprimirlas de raíz. Entonces entra en escena un neologismo llamado “discurso del odio” para justificar actitudes tan antidemocráticas como acordonar, aislar y silenciar, y se habla de una “supuesta libertad de expresión”, restringiéndola a las opiniones compulsadas. Así se destroza preventivamente la democracia bajo capa de impedir que pueda hacerlo otro a quien se le atribuye la intención. Esto es glorioso porque se juega en el equipo de los ángeles y no puede permitirse que gane el equipo del mal.
El discurso del odio lo practican todos los partidos. Ciudadanos no tenía otro; el PSOE lo profesa de todo corazón; de los comunes y sus negociados valga el ejemplo del señor Rabell citado la semana pasada o el histórico discurso de Joan Coscubiela el 7 de septiembre de 2017; ERC destila un odio casi fundacional (¡viva Macià, muera Cambó!) y ahora visceral contra los “convergentes”, palabra que ya no designa una formación política extinta sino un peyorativo esencialista sempiterno. En “Junts” gastan dicterios con sabor historicista como “botiflers”, “vendidos” o “caratorcidas”. El resultado es la degradación del compromiso de escuchar, reflexionar y debatir con voluntad de entenderse. El respeto por los razonamientos da paso a la pasión de suprimir o cancelar, como se dice ahora, y la exclusión mutual lleva al ‘show’ de pactos poselectorales alocados que los partidos negocian con la intención no de canalizar la voluntad expresada en las urnas, sino de bloquearla. Así es como se cierran el paso unos a otros al azar de cálculos egoístas que a menudo se revierten de un día para otro y de institución en institución, exudando una falta absoluta de principios y una enorme pobreza de convicciones.
Este espectáculo no se ha visto sólo en Ripoll, donde “la estrategia” de los partidos perdedores se reducía a cerrar el paso a la candidatura ganadora, una agrupación local que ha conseguido enfurecer a la clase hegemónica. El pecado de la señora Orriols es poner sobre la mesa un problema del que esta clase no quiere ni oír hablar. Pero el espectáculo va más allá de Ripoll, con una danza de pactos concebidos no para colaborar en interés de lo público sino para expulsar a los rivales de las fuentes nutritivas del erario.
Cui prodest? Teniendo en cuenta que la inmigración es competencia exclusiva del Estado, el jaleo causado por las elecciones municipales de Ripoll debería hacer mirar más allá del dedo que señala un problema y avistar a quién beneficia la trifulca. Es curioso que la emergencia de una escasa agrupación política en torno a un problema de radicalización que en 2017 tuvo el epicentro en Ripoll, en lugar de atención ponderada de los medios reciba más descalificaciones y más viscerales que la ola de anticatalanismo del que desplegó la formación de Inés Arrimadas como primera fuerza política el mismo año. La dispersión de la voluntad política en cada vez más partidos, plataformas y candidaturas es una pésima noticia, y en este sentido también lo es la aparición de Aliança Catalana en un espacio político tan centrifugado como era la Segunda República. Cuando se aspira a conquistar y colonizar, el método más eficaz es dividir y diversificar a la víctima. Lo han hecho todos los imperios: el español en América hispana, el británico en la India, el Tercer Reich comiéndose Europa en pedazos bajo la mirada orgullosa de Chamberlain y Daladier. En los Países Catalanes el franquismo estimuló una inmigración “interna” en intensidad y afluencia inasimilables, arrojándola sobre un país culturalmente desarmado. En el siglo XXI el asalto al último reducto de integración de los recién llegados, la inmersión lingüística, se solapa con la conminación multicultural para enemistar a los catalanes e inducirlos a culpabilizarse entre ellos de la miseria política común. En lugar de buscar los motivos de unión, los políticos y los medios prefieren exacerbar la disonancia y ministrar la disensión. En Ripoll, el enemigo a batir por el resto de partidos llamados independentistas resulta ser el 30% de ciudadanos que piden orden y legalidad para todos, y no la clase política que, como en la época de Alejandro Lerroux, aviva la demagogia a fin de sacar provecho del desconcierto.
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