Hoy, primer lunes de octubre, se celebra el Día Mundial de la Arquitectura, instaurado por el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA) de 1985 celebrado en San Francisco, coincidiendo con la anterior conmemoración del Día Mundial del Habitat instituido por Naciones Unidas. Con tal motivo parece obligado hacer algunas reflexiones dado que la Arquitectura, como la más social de las bellas artes, afecta a la sociedad en la que se implanta. El lema de este año “Las ciudades catalizadoras de esperanza” llega en un momento en que para muchos la situación es desesperante y este desespero tiene variadas lecturas. Ésta es una de ellas.
Hace unos días, entre el 21 y 23 de setiembre, se ha celebrado en Zaragoza el 3er Foro de Urbanismo para un desarrollo más sostenible bajo el lema “La ciudad y los derechos humanos”. Habiendo tenido el honor de ser invitado a participar en el mismo, he expuesto y reivindicado “el derecho al patrimonio cultural de la ciudad” que responde a los siguientes fundamentos.
Los problemas seculares y las necesidades más recientes de todo orden de la humanidad han propiciado la creación de organismos internacionales para resolverlos y garantizar su cumplimiento. Entre dichas instituciones está la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en cuyo seno se han producido diversas proclamaciones de rango mundial. Una de ellas es la Declaración Universal de Derechos Humanos, Resolución 217 A (III) de su Asamblea General, de 10 de diciembre de 1948, que conforma el primer código ético consensuado por la humanidad.
Se fundamenta en el reconocimiento de la persona como sujeto de supremos derechos consustanciales a su condición de ser humano, independientemente de su raza, sexo, religión, edad, ideología y nacionalidad, con estado propio o no. Estos derechos se clasifican en cuatro categorías: individuales, colectivos, civiles y sociales. Entre los Derechos Sociales, figura el Artículo 27, Derecho a la Cultura.
Para el desarrollo de estos principios fundamentales se constituyeron organismos especializados, entre ellos United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization (UNESCO), que a lo largo de los años ha emitido numerosas convenciones, declaraciones, manifiestos y programas recogidas en diversos documentos algunos denominados Cartas. Son síntesis conceptuales de gran prestigio por su amplitud contemplativa, precisa definición y valor pedagógico. A ellos se han adherido numerosos Estados de todo el mundo.
En el inquietante momento presente se está ofreciendo un panorama ética, social y moralmente decepcionante. Los macro intereses económicos de grupos de presión bancarios, inmobiliarios y constructoras, junto con especuladores y gente intrínsecamente corrupta, en providenciales planteamientos y alianzas con ayuntamientos y otras administraciones claudicantes y fácilmente manipulables, componen un panorama desolador y devastador.
Se concibe la ciudad y sus elementos constitutivos como un inmenso solar en el que todo es posible. Convenios, permutas y recalificaciones son los instrumentos que sustituyen al raciocinio, sostenibilidad y sensibilidad. La urbe, lugar donde habita una ciudadanía, que habiendo sobrevivido a una dictadura que le obligó, como medida de autoprotección, a un estímulo por los valores colectivos, ha sido paralizada por las expectativas de una transición y una democracia que hábilmente le ha suministrado dosis masivas de adormecimiento colectivo. Contemporáneamente, parece que algunos grupos empiezan a despertar de esta aletargada situación y a reivindicar Urbanidad.
La globalización como pérdida de la idiosincrasia propia obliga a actitudes de autodefensa que antepongan lo genuino, lo característico, la tradición y lo autóctono, frente a lo repetitivo, la impersonalidad, la moda y lo alóctono. La creciente pérdida de carácter de ciudades, pueblos e incluso núcleos rurales, obliga imperiosamente a una enérgica reacción desde múltiples sectores, empezando por una personal y radical actitud de autoestima.
Es ya incuestionable la necesidad de mantener y utilizar por su carácter de legado, como herencia culta, funcional y no mercadeable, el patrimonio monumental en todas sus expresiones: urbano, arquitectónico, industrial, espacial, paisajístico, escultural y mobiliario, por constituir testimonios irrepetibles e irrenunciables, que estimulan el sentimiento colectivo de satisfacción creativa, prestigioso pasado, e identidad y pertenencia a la comunidad en la que se inserta.
Es exigible, si no imprescindible, el derecho a la contemplación y disfrute de la ciudad en cuanto escenario de la vida social, como síntesis urbanística de modos y escalas urbanas, cualidades de sus tramas y trazados, valores topográficos, compromisos geográficos, tipologías arquitectónicas herederas de la tradición constructiva local, sus materiales y texturas, sus facetas cromáticas, valores románticos, los lugares simbólicos, el paraje sentimental, etc. Son significados insustituibles. Todo este repertorio de referencias en las que se ha desarrollado la vida cotidiana ciudadana, ¿cómo se perciben, quién las controla, en qué legislación están recogidas, dónde se regulan, con qué eficacia?
Nuestra generación no debe ser responsabilizada de malversación de un legado urbano monumental. La conservación, disfrute y adecuada transmisión de esta herencia colectiva sólo se garantizan con una sociedad informada, sensible y participativa. Si la situación política en la que vivimos se autotitula democracia participativa, por elemental dignidad social debe garantizar prioritariamente el derecho a informar a debatir y, al final, a decidir. Es por tanto esencial la organización social de la población como sujeto fundamental de la urbe, portador de derechos inalienables a su condición de ser humano.
La ciudadanía, por esencia democrática, debe ser audaz y capaz, reivindicativa y crítica; sus derechos son básicos y anteriores a toda propuesta y proyecto. La ciudad se beneficia con la colaboración y el debate, derecho social casi imposible de alcanzar en Euskal Herria. Una sociedad que no opina se oprime a sí misma. Es necesaria una cultura de la responsabilidad frente a este pasado y al futuro.
En todas estas circunstancias es lamentable la domesticación de la clase intelectual: arquitectos, urbanistas, escultores, pintores, fotógrafos, poetas, compositores, escritores, historiadores etc., que tantas veces han utilizado la ciudad y su arquitectura como un escenario referencial de sus obras. Hace ya tiempo que se mantienen en perpetuo silencio. Esta epidemia de temor expresivo, por si no les dan algún encargo, premio, o distinción, alcanza a demasiados profesionales y personalidades que sufren repetidos apagones sensitivos en circunstancias concretas. Mientras tanto, la extirpe política hace su ciudad (más bien deshace) que es la de todos.
Las actitudes de defensa del patrimonio arquitectónico son acciones en legítima defensa que por las repercusiones económicas e implicaciones políticas a los que afectan, fáciles de suponer, pueden calificarse como actividades de alto riesgo profesional. Pero merece la pena asumirlas. Algún día alguien se dará cuenta que sirvió para que nuestras ciudades se parezcan más a nosotros mismos y menos a los demás.