Lo único positivo de la brutal agresión que se propone lanzar el gobierno español del PP contra la escuela en catalán es que esto acostumbrará al catalanismo político a adoptar una actitud de desobediencia. Desde el momento en que el Tribunal Constitucional español declaró en la sentencia sobre el Estatuto de 2010 que el castellano debía ser lengua vehicular en la escuela no sólo se captó que la inmersión estaba gravemente amenazada sino que se manifestó con toda crudeza que sólo una rebelión a la legalidad española podría mantener la hegemonía del catalán en las aulas. Durante la pasada legislatura empezaron a llover las decisiones del Tribunal Supremo y del Tribunal Superior de Justicia contra el catalán como única lengua vehicular en la escuela, pero las autoridades catalanas, empezando por la consejera Rigau, esquivaron la adopción de una actitud de desacato porque sabían que la demanda de un itinerario en lengua vehicular castellana sería muy minoritario en Cataluña, como así sucedió. Como no podía soportar que prácticamente todas las familias quisieran escolarizar a sus hijos en la lengua del país, el ministro Wert, con el apoyo de la mayoría absoluta de su partido en las Cortes, desenfundó un arma de mayor calibre: liquidar la inmersión por la vía legislativa.
El reto de la lengua, y la exigencia de firmeza que exige para resistir, podría anticipar los términos de la reacción necesaria para hacer frente a la reivindicación de fondo: la de la soberanía. Romper con la legalidad española para salvar las palabras en la escuela permite ensayar la travesía que cada vez se perfila como el único camino posible para alcanzar la independencia: romper con el sistema constitucional español. La esperanza que suscita la oposición en materia lingüística deriva, en primer lugar, de la implicación de la comunidad educativa y, por tanto, de una generalización que dificulta la aplicación de los mecanismos estatales de coacción forzosa. En segundo lugar, la participación del colectivo de maestros para impulsar una vía de desobediencia genera confianza porque el estamento político catalán todavía es hora de que en 32 años de autonomismo se plante una sola vez ante los dictados de Madrid.
A pesar de los golpes durísimos recibidos en el autogobierno, empezando por la citada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut y acabando por la asfixia financiera, el gobierno de Cataluña y la mayoría del Parlamento no han apostado nunca por un gesto de ruptura. El financiero es precisamente el otro ámbito en el que una reacción gubernamental contundente se podría haber manifestado: habría que organizar la desobediencia fiscal para retener los recursos necesarios que preparen la transición hacia la soberanía y poner fin al expolio. Pero mientras que algún ciudadano atrevido optaba, en plena soledad y desamparo, por no ingresar los tributos a la agencia española, la conselleria de Economía se lavaba las manos. Aún hasta la semana pasada, en el proceso de negociación entre CiU y ERC para investir a Mas, se planteaba que primero había que avanzar hacia una Hacienda propia antes de fijar la fecha de una consulta. Y, habría que preguntarse, ¿cómo se piensa lograr la Hacienda propia si no es en un acto de desafío a la legalidad y a la constitucionalidad españolas que prohíben? Y si, puestos a desobedecer, es tan inconstitucional reclamar la Hacienda propia como una consulta sin la autorización del gobierno español, ¿por qué no se rompe directamente por la independencia? En otro sentido, ¿alguien todavía piensa que sin una actitud de ruptura se podrá organizar un referéndum en territorio catalán y que España quede pasiva mirando?
En un país con unos líderes políticos dispuestos a llegar hasta el final, y en vista de la intransigencia antidemocrática de las autoridades centrales, el gobierno y el Parlamento encabezarían la defensa de las libertades sin que fuera necesario exponer la ciudadanía. Por eso la declaración unilateral de independencia, que sólo reduce las eventuales responsabilidades políticas y penales a los diputados, ha sido el procedimiento escogido en muchas comunidades para alcanzar el Estado propio. En Cataluña parece que se pide que sea al revés: que la ciudadanía se coloque en la vanguardia y sea la primera en sufrir las consecuencias del poder represivo. Pero si en el tema del catalán en la escuela maestros y padres se mantienen firmes en la primera línea de defensa y España confirma sus debilidades y su inoperancia quizá el estamento político entienda que sólo pueden alcanzar grandes metas si está dispuesto a ofrecer grandes sacrificios.
Lo más dramático de la secuencia de hechos posterior a las elecciones del 25N no son los resultados (que revelan una amplia mayoría independentista y aún más amplia por el derecho a decidir) sino la atmósfera que rezuman los diversos actores empeñados en continuar una pantomima opuesta al gesto de ruptura que piden las circunstancias y que exige la fundación de un nuevo orden político. Si de verdad fuéramos hacia la independencia los acuerdos no se atascarían por diferencias en los programas económicos, por tributos que no se pueden instaurar sin el consentimiento del Estado español, ni por cargos, ni por cualquier otra minucia derivada de la gestión de la autonomía, ni siquiera una consulta que dentro del Estado español no podemos hacer ni su fecha serían cuestiones relevantes. Simplemente se trataría de reunirse en el Parlamento y, como hicieron los diputados revolucionarios franceses en el célebre juramento del juego de pelota, asumir el compromiso de que no se separarían hasta que no tuvieran aprobada su constitución.