Prácticamente ninguno de los analistas de la Guerra Fría vaticinó el hundimiento del comunismo y la caída del muro de Berlín a finales de la década de 1980. Es más, entre los especialistas en la política interna de la antigua Unión Soviética -llamados irónicamente ‘kreminòlegos’- nadie podía creer que una de las dos grandes superpotencias se desmoronara como un castillo de naipes, se abandonara el comunismo, y la economía sufriera una contracción tan brutal que la mayoría acabó por dar por muerta y enterrada Rusia.
Los historiadores, en medio de una importante sensación de desconcierto, a continuación empezaron a hurgar en las causas del porqué el mundo soviético cayó tan fácilmente. La mayoría, ya conocidos los resultados, atribuyeron la victoria de Occidente a una economía más sólida, una democracia más fuerte, y una ciudadanía más motivada. Durante las décadas posteriores se impuso la tesis de Francis Fukuyama según la cual, Occidente había ganado porque su modelo de economía de mercado y democracia liberal era superior a todos los demás: fin de la historia. Fukuyama ha pasado las últimas décadas disimulando sus precipitadas conclusiones, porque cada vez es más evidente la decadencia de una economía de mercado que empobrece a Occidente a base de crisis periódicas, especulaciones y deslocalizaciones, y de una democracia liberal incapaz de hacer frente al poder desmedido de grandes fortunas -nuestros oligarcas- que marcan la agenda política y generan una frustración por donde fluye un fascismo renacido.
La realidad es que nadie podía dar por descontada la victoria de Occidente en la Guerra Fría. Durante la década de 1960 el bloque soviético iba ganando. Iba destacado en desarrollo tecnológico y la carrera espacial, había propiciado una recuperación económica excepcional -sin ningún plan Marshall-. El nivel de vida en Berlín Oriental o Praga era superior al de Barcelona, Lisboa o Atenas, países occidentales, donde por cierto, de democracia liberal, ‘rien de rien’. Por ello, el estancamiento económico de los setenta, acentuado en los ochenta, sorprendió a los observadores. Algunos historiadores consideran que una de las explicaciones a la hora de entender la caída del imperio soviético tuvo que ver precisamente con la inferioridad tecnológica con respecto a los modelos informáticos. En la antigua URSS, a pesar de disponer de excelentes ingenieros informáticos, la mayoría se limitaban a la investigación en defensa, y este espacio era un compartimento estanco. Los militares soviéticos entendían los programas informáticos como secreto militar, e impedían toda colaboración con el mundo civil. Por el contrario, en Estados Unidos, existía toda una simbiosis entre ámbito civil, comercial y militar que propició, por poner un ejemplo, la universalización y desarrollo de internet, una herramienta surgida en el ámbito de defensa. Este desigual uso de la tecnología, habría permitido un desarrollo, en Occidente, de la logística para potenciar la economía de mercado y la asignación de recursos, mientras que, por el contrario, en la URSS, esta falta de colaboración habría provocado problemas de desabastecimiento crónicos, ineficiencia de recursos, y, asociado a ello, una corriente de desmoralización colectiva que habría provocado este derrumbe. En otros términos, ante un desarrollo tecnológico similar, los modos de utilizarla habrían propiciado resultados divergentes.
He hecho toda esta larga introducción para contextualizar el incidente entre Josep Borrell, representante de la UE para los asuntos exteriores, y Sergei Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa. En las últimas décadas, Rusia ha sido la diana de los ataques occidentales, especialmente desde Washington y Berlín, que son los que han marcado una política europea hostil a Moscú. Teóricamente, no tiene sentido. La Guerra Fría ha terminado. Rusia es una economía de mercado y una democracia liberal. Bueno, al menos tan liberal como la de España (donde se prohíben partidos o se impide a los catalanes del exterior votar), y tan corrupta como la española o la italiana (donde hay muchos potenciales denunciantes de pelotazos que mueren ‘misteriosamente’). La realidad es que los Estados Unidos no están demasiado satisfechos con una aún superpotencia, que no sigue sus consignas y mantiene un política exterior independiente, y que Alemania (y los satélites europeos, incluida España), ven en el este del continente, especialmente Ucrania y Bielorrusia, un espacio a colonizar económicamente, como ha sucedido siempre en la geopolítica continental.
Ahora bien, lo más grave de todo, es que al igual que los especialistas occidentales fueron incapaces de vaticinar, a pesar de las evidencias, el derrumbe del bloque soviético, ahora repitan el error y no quieran ver la decadencia de un Occidente que ha sustituido el humo de las fábricas por fábricas de humo (como la especulación financiera o las burbujas inmobiliarias) y, por el contrario, en el campo ruso, una evidente recuperación en el campo de la tecnología, la ingeniería, y aún más importante, la informática. Hoy por hoy, sólo se habla de los “bots rusos” como teóricos responsables de los agujeros de seguridad y los supuestos intentos de desestabilización de Occidente (1). De hecho, incluso Madrid, incapaz de entender que ha sido su fanatismo nacionalismo aznariano lo que ha despertado el independentismo, hablan de ‘bots’ rusos e injerencia moscovita como quien hablaba de la conspiración judeomasónica. Ahora bien, poca broma. En los últimos años, Rusia está llevando la iniciativa en materias como la inteligencia artificial y la impresión 3-D. Este país de Europa oriental siempre ha tenido una gran tradición en materia de ciencia e ingeniería, y superado el trauma de la transición al capitalismo, tiene algo que Occidente no tiene. Y no, no hablamos de autoritarismo y el papel de Putin, o lo que algunos politólogos hablan de “democracia iliberal”, sino de un factor que explica el salto adelante de una economía cada vez más tecnificada y del éxito de la vacuna Sputnik V: la combinación de economía de mercado, intervención estatal y planificación económica. Mientras que las grandes empresas farmacéuticas europeas y norteamericanas, a pesar de haberse beneficiado de la investigación básica pública, están extorsionando a los gobiernos, Moscú parece poder construir una vacuna en tiempo récord, a un precio razonable, con suficiente capacidad de movilizar la producción, y de usarla como instrumento diplomático.
Porque, efectivamente, la vacuna rusa, como las chinas, como incluso la cubano, se están convirtiendo en una herramienta geopolítica de primer orden que está dejando en evidencia la decadencia de Occidente, demasiado obsesionada en proteger los intereses de las multinacionales e incapaces de controlar la ola de precariedad y expansión de la pobreza dentro de las propias fronteras. Todos estos son, paradójicamente, síntomas que recuerdan la descomposición progresiva de la URSS de la década de 1970. De hecho, la gestión de las vacunas europeas y estadounidenses ponen de manifiesto la codicia suicida de las grandes empresas y accionistas, y la subyugación de lo público debido a la insaciable búsqueda de beneficios privados. Por el contrario, el envío de vacunas baratas y la colaboración con otros laboratorios (parece que el Sputnik se podrá producir en Latinoamérica) hará decaer la influencia norteamericana y europea en todo el mundo.
Sin embargo, vayamos al tema importante. Lavrov clavó uno de los tortazos históricos del siglo a un Borrell que aún debe ver doble. Ir a quejarse por el encarcelamiento del opositor de Navalni, condenado a tres años y medio por un tribunal ruso, mientras que Sánchez y Cuixart han sido condenados a diez años para subir encima un coche de la policía, o que todo el gobierno catalán del 2017 esté en prisión o en el exilio, o que Pablo Hasel reciba un tratamiento equivalente a las Pussy Riots, o que Tamara Carrasco fuera acusada de terrorismo, o que los jóvenes de Altsasu vieran como se arruinaba sus vidas por una pelea de bar, es un acto de un cinismo radiactivo, insultante, imperdonable. Que, encima, la ministra de asuntos exteriores españoles lo justifique, no hace sino proyectar la imagen, a ojos de los rusos, de España como una especie de Turquía con matrimonios homosexuales.
Europa no puede ir dando lecciones a Moscú, y Borrell, que pide desinfectar la mitad de la población de Cataluña, aún menos. Y Cataluña haría bien en aprovecharse de esta situación. Del mismo modo que Italia, harta de ortodoxia austericida alemana, ha hecho varios tratos con Moscú para desmarcarse de Berlín, y que Hungría, impaciente por disponer de suficientes vacunas, ha encargado a Rusia, el gobierno catalán debería plantarse ante el consulado ruso de Barcelona y empezar a negociar unas cuantas Sputnik V para los catalanes. No porque puedan resultar efectivas o acelerar la vacunación, sino, y efectivamente, para incomodar Madrid y Bruselas: para mostrar independencia de criterio, para mostrar valor, para provocar, para desautorizar la dictadura borbónica, y para recordar a Europa que no hacer nada en Cataluña puede resultar más peligroso que cuadrar a la Moncloa y obligar a Madrid a aceptar un referéndum de autodeterminación.
Es el ‘abc’ de la diplomacia aprovecharse de las desavenencias geoestratégicas y jugar al doble juego de aproximarse a los unos o alejarse de los otros como medida de fuerza. Ocurrió durante la Guerra Fría, y con la diplomacia de la vacuna lo veremos aún más. A los catalanes nos interesa sacudir los cimientos europeos, y a los rusos les encanta desestabilizar unas democracias, más que liberales, hipócritas. La utilización mutua es un clásico de las relaciones internacionales. Si los independentistas ganan las elecciones, harían bien en pasearse primero por Moscú antes que por Madrid, una ciudad en la que el Constitucional y el Supremo constituyen una especie de Chernobyl que no deja de irradiar aire tóxico.
PS 1. Navalni, que evidentemente no debería estar encarcelado, no es el principal líder de la oposición, contrariamente a lo que podría indicar el tratamiento mediático. Es un liberal y un nacionalista con un programa político ambiguo que llegó a obtener hasta un 27% de voto popular. Sin embargo, la principal oposición a Putin -con un programa político no muy diferente al de la opositor-, desde el inicio de sus sucesivos mandatos, es el Partido Comunista, el cual, con sus sucesivas escisiones, puede llegar a sobrepasar el 35% de los votos. Obviamente, el programa político de estas formaciones consiste en restablecer un Estado marxista-leninista. Sin embargo, parece que los medios de comunicación tienden a olvidar este pequeño detalle.
PS 2. Según el Banco Mundial, el 13% de la población rusa está bajo el umbral de la pobreza (2017). En cuanto a España, la cifra es del 20.8% (2019). Esto de ir dando lecciones a otros países suele terminar en ridículo.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Bot
EL MÓN