El argumento del nacionalismo inglés de poseer un Estado en exclusiva y no compartido encaja con la “Revolución de Terciopelo” checa
EL reino inglés fue incorporando históricamente los distintos territorios de las Islas Británicas: Gales, Irlanda y por último Escocia. No obstante, a pesar de la unión (forzada), estos pueblos no renunciaron a su identidad y costumbres. Por ello, siempre ha habido fuertes tensiones políticas entre estas naciones y el poder inglés. Debido a dichas presiones, ya a finales del siglo XIX el primer ministro William Gladstone promovió una fórmula de autonomía (home rule) para mantener a estos territorios dentro del reino, primero en Irlanda -el gran tema político de la época- y luego en Escocia y Gales.
La autonomía no fue suficiente y, tras una serie de fuertes revueltas y violenta represión, en 1922 tres cuartas partes de Irlanda lograron la independencia (actual República de Irlanda), manteniéndose seis condados del norte en manos británicas. En 1979 hubo otro intento de actualizar la idea de home rule de Gladstone, pero sólo se produjeron dos referéndum en Gales y Escocia. Quienes se oponían a la autonomía lograron que fuese necesaria una mayoría cualificada, por lo que ninguno superó la prueba, aunque en Escocia hubo una mayoría a favor.
Finalmente, en septiembre de 1997, cumpliendo una promesa laborista, los pueblos de Escocia y Gales votaron de nuevo y esta vez aprobaron su autonomía por mayoría simple. En consecuencia, el Parlamento británico aprobó en 1998 las leyes que creaban los parlamentos de Escocia y Gales, a los que se sumó el de Irlanda del Norte tras los Acuerdos de Viernes Santo y el posterior referéndum en toda la isla. También en 1998 la población del área del Gran Londres aprobó la creación de una asamblea regional que comenzó a operar en el año 2000.
La descentralización no ha terminado con la tensión central de la política británica. Por un lado, el Reino Unido es una unión de cuatro naciones constitutivas pero, a la vez, la democracia inglesa se basa en la supremacía del Parlamento británico, mayoritariamente controlado por Inglaterra gracias a su población (cincuenta y un millones de ingleses frente a tres millones de galeses, cinco millones de escoceses y apenas dos millones de irlandeses del norte). Por ello, a pesar de los poderes devueltos a los parlamentos nacionales,
Esto ha supuesto un cambio político sustancial para todos los partidos políticos y para los distintos nacionalismos. También para el nacionalismo inglés, como muestra el uso de las banderas. Quienes observaron a los seguidores ingleses en Bilbao durante el mundial de fútbol de 1982, recordarán que la mayor parte de las banderas eran británicas (con la cruz y el aspa, inspiración de nuestra ikurriña). En cambio, si hoy ven un partido de la selección inglesa notarán la diferencia, ya que la inmensa mayoría lleva banderas inglesas (blancas con la cruz roja).
Hasta ahora no se ha mencionado al Parlamento inglés porque, curiosamente y con la excepción del Gran Londres, el resto de Inglaterra no apoyó esta descentralización y actualmente Inglaterra sólo es gobernada desde el Parlamento británico de Westminster. Muchos ingleses consideran injusto que los escoceses o galeses se autogobiernen en sus parlamentos y que además también puedan votar en las cuestiones puramente inglesas en Londres. Esta situación ha llevado al profesor Michael Keating a sugerir en su último libro The independence of Scotland que la identidad “británica” ha perdido su carácter “común” en beneficio de los respectivos nacionalismos inglés, escocés, etc.
Ello abre la puerta a que, en el futuro, las posibilidades de una Escocia eventualmente independiente podrían venir, además de por las demandas del nacionalismo escocés, de una decisión de los ingleses, que podrían preferir expulsar a Escocia de
Este sugerente argumento parece encajar bien con lo que sucedió en la revolución de terciopelo en Checoslovaquia. Allí, la mayoría checa no quiso aceptar las demandas eslovacas de crear un Estado binacional y, tras una fuerte tensión política, la clase dirigente checa lanzó un órdago a los eslovacos: lo tomáis o lo dejáis, es decir, aceptáis un Estado básicamente checo o formáis vuestro propio Estado. Los eslovacos, que habían propuesto un Estado compartido, ante el órdago checo eligieron formar su propio Estado.
A los checos les cabe el honor de haber sido democráticamente coherentes, es decir, que del mismo modo que no quisieron modificar su modelo de Estado, también aceptaron que los eslovacos tenían el mismo derecho que ellos a tener el suyo. Y todo esto se hizo sin derramamiento de sangre ni ruido de sables. Por eso se denominó Revolución de terciopelo y aún hoy merece nuestro recuerdo.
Si se compara al Reino Unido con España, aunque hay algunas similitudes (monarquía, pluralidad nacional), destacan importantes diferencias. Así, el Reino Unido reconoce el carácter originario de sus naciones (Inglaterra, Gales, Escocia y la parte norte de Irlanda) y, por ello, los ingleses han aprendido a distinguir entre su identidad inglesa y la del conjunto del Estado. Aquí aún hay quien discute que Euskadi o Catalunya sean naciones con los mismos derechos que la mayoritaria.
También sorprende que, a pesar de que España ha aceptado un mayor nivel de autonomía política que Inglaterra, sin embargo el Estado británico sí reconoce la autodeterminación de sus naciones constitutivas. El primer ministro John Major dijo claramente que “ninguna nación puede ser mantenida en contra de su voluntad”. También la conservadora Margaret Thatcher reconoció en sus memorias que “por su condición de nación tienen el derecho de autodeterminación”. Sería bueno que muchos españoles y algunos vascos leyesen el Informe Kilbrandon elaborado sobre este punto por el Parlamento inglés en 1973.
Siguiendo con las diferencias, los ingleses aceptan con naturalidad que escoceses, galeses o irlandeses del norte sean representados por sus propias selecciones nacionales. Los partidos entre estas selecciones y la inglesa son verdaderos acontecimientos sociales que, además de entretener (el fútbol no deja de ser un deporte), ayudan a liberar una buena parte de la tensión política y canalizarla de forma civilizada. A pesar de ello aún no se ha roto el Reino Unido. Y si se rompe algún día, desde luego no será por jugar al fútbol juntos o separados, sino porque sus pueblos así lo habrán deseado. ¿Se imaginan a España jugando en San Mamés… contra Euskadi? A muchos no nos importaría ganar de penalti en el último minuto.