Desafío al tiempo

Antoni Marí

Desafío al tiempo

El sentido original de monumento, es monumentum, término que deriva de monere (advertir, recordar) y se refiere a lo que la memoria interroga. Un monumento es un artefacto edificado por una comunidad de individuos para conmemorar y recordar a otras generaciones los acontecimientos, ritos, creencias o personas que por su ejemplo no pueden ser olvidadas. El monumento debe activar la memoria haciendo presente el pasado, actualizando las figuras, los acontecimientos o las propuestas que pueden contribuir a mantener y preservar la identidad de una comunidad, religiosa, nacional o familiar. El monumento asegura la pervivencia frente a la desaparición, y desafía al tiempo imponiéndose como una memoria obstinada y pertinaz.

Sin embargo, el tiempo pasa y todo lo revuelve y resulta improbable que una idea o la significación de una persona se mantenga incólume y conserve la vigencia que tuvo en el momento en que se decidió recordarlo para siempre. Por esta razón, la demolición de los monumentos es tan representativa como su erección, y una y otra han venido sucediéndose y alternándose, sobre todo, desde la Revolución Francesa; es decir, desde la más estricta modernidad hasta casi hoy mismo. Hemos visto pasar frente a nosotros las efigies de Lenin y Stalin igual que los ciudadanos de París contemplaron como rodaban por los suelos las de Enrique IV, Luis XIV o Richelieu. En Barcelona se desmanteló el monumento al doctor Robert, pero se conservó Colón. En la Alemania nacionalsocialista se derribó el monumento a Rosa Luxemburgo, pero se conservó el Walhalla. Y en París, en la revuelta del 68, se pintaron de rojo las ninfas y los faunos de las Tullerías, pero se conservaron limpísimos el Diderot y el Danton del bulevar Saint-Germain.

Apenas hoy se erigen monumentos y, si acaso, se disimulan bajo formas minimalistas y en absoluto metafóricas. Los monumentos de nuestra modernidad o son erigidos en memoria de uno mismo o son un juego sin trascendencia ni significación. Y es que tenemos poco que recordar como colectividad, y lo que es necesario recordar son las tragedias o las vilezas, para impedirlas. Como los monumentos erigidos en los mismos campos de batalla de Metz y Verdún, sublimes catafalcos repletos de miles y miles de nombres, inabarcables. O la presencia de la iglesia Kayser Wilhelm Gedächtnis, arruinada en el centro de Berlín, que construida a la memoria del káiser Guillermo, preserva ahora otra memoria que no necesita ninguna invocación para su recuerdo.

Sin embargo, la historia es tan larga, la tradición tan extensa y los acontecimientos tan rápidos, que la propia historia nos ofrece múltiples ejemplos contradictorios que nos obligan a pensar y reconstruir las razones que llevaron a la destrucción o al mantenimiento de los monumentos. Durante la Revolución Francesa se ordenó, por decreto, destruir todos los que se inscribieran por razones políticas, religiosas e ideológicas en la tradición del Antiguo Régimen. Pero ¿qué monumento no conmemoraba la expresión del poder o los valores infames representados por la monarquía y la Iglesia? Ninguno. El entusiasmo destructor era tan desaforado y voraz que no dejaría ningún vestigio de la historia, de tal modo que un año más tarde otro decreto prohibía “destruir, mutilar y alterar (los monumentos) con el pretexto de hacer desaparecer los signos del feudalismo y la monarquía en las bibliotecas, las colecciones, los libros, los dibujos, los cuadros, las estatuas, los bajorrelieves, las antigüedades y otros objetos que interesan a las artes, a la historia o a la enseñanza”.

Esta defensa conservadora de los monumentos antiguos realizada por artistas, arquitectos y sabios ilustrados transformó la idea del monumento y permitió que se consolidara la idea del monumento histórico como la consideración de aquellos edificios y ornamentos urbanos que por su significado o por valor artístico debían ser preservados del vandalismo revolucionario. AloïsRiegl, en su obra El culto moderno a los monumentos (1903), se refirió a los valores que permitirían analizarlos por su valor histórico o artístico, aplicándoles el concepto de Kunstwollen (voluntad artística), distinguiendo los monumentos cuyo destino y función eran establecidos de antemano de aquellos otros que adquirían valor por sí mismos, ya fuera un valor histórico, estético o artístico.

No es necesario (ni suficiente) abolir la memoria ni destruir los monumentos para romper con el pasado. Se habrían de conservar ambos, con juicio crítico sobre su valor histórico o artístico, para establecer un diálogo que permitiera asumir y trascender su significación histórica e integrarlos en un orden nuevo de significación y representación. Una difícil tarea. Difícil, y sin embargo, necesaria.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua

Carles Guerra

¿Derribamos la historia?

Es medianoche y en esos momentos la orquesta del programa es la protagonista. La cámara corre en contrapicado hasta las gradas donde se encuentra el público y el aplauso desganado de los asistentes pone fin a la pausa. Helena Garcia-Melero y David Bassa, los presentadores de Hora Q,retoman la entrevista. Entre ellos dos se sienta un hombre pequeño, de avanzada edad y pelo totalmente blanco. La presentadora recuerda la pregunta: “Què se´n farà, de les restes del monument franquista a Primo de Rivera?”. Pero Jordi Puiggalí, el anciano acomodado entre los dos jóvenes, parece sentirse más atraído por el bullicio del plató. La pregunta queda en el aire.

Este hombre de 86 años, que la noche del 18 de febrero fue entrevistado en el late show de TV3, es autor de los bajorrelieves que hasta el día anterior decoraban el conjunto monumental situado en el cruce de las avenidas Josep Tarradellas y de Sarrià, en Barcelona. Si alguien pasa ahora por ese punto no verá más que la huella del monumento que ha sido derribado. Se ha hecho tábula rasa. Nadie diría que ahí se alzaba un monolito de más de 18 metros de altura. La esbelta losa recubierta de mármol oscuro recordaba aquel objeto negro, liso y de forma rectangular que Stanley Kubrick hacía volar en 2001: una odisea del espacio (1968). Sin embargo, su significado no era tan neutro como el de la película, sino que estaba ligado a la memoria del fundador de la Falange Española.

El 29 de octubre de 1964, coincidiendo con la fecha en que se fundó el partido fascista, se inauguró el monumento. Al día siguiente, La Vanguardia recogía el acontecimiento. En su portada aparecen el alcalde de entonces, José María de Porcioles, el ministro secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, Pilar Primo de Rivera, que estaba allí para evocar la figura de su hermano, y el gobernador civil, Antonio Ibáñez Freire. Bajo el titular, una foto muestra a la multitud congregada. A juzgar por otras imágenes de la época, la estética del monumento a José Antonio sugiere una modernidad que su carga ideológica desdice. Parece diseñado para convivir con los modernos edificios de pisos que en aquellos mismos días se construían en las esquinas contiguas. Quizás viviendas y mausoleo acabaran hechos del mismo forjado y cemento.

El 23 de julio de 1981, en plena democracia, el Ayuntamiento de Barcelona procedió a retirar el yugo, las flechas y el retrato en relieve de José Antonio. Obedecía a una petición popular encabezada por escritores y artistas como Manuel de Pedrolo, Antoni Tàpies o Joan Brossa. Desde aquella fecha, el monumento – que básicamente seguía siendo el mismo-quedó suspendido en un limbo ideológico. De no ser por algunas pintadas que exigían su desaparición y recordaban su filiación fascista, el baluarte en cuestión podría haber seguido allí para sustentar cualquier otra causa. Pero de acuerdo con el artículo 15 de la ley de Memoria Histórica, el pasado 17 de febrero se procedió a su retirada, lo que el Ayuntamiento de Barcelona interpretó como la destrucción del soporte arquitectónico y la preservación de los relieves. A primera hora de la mañana la piqueta empezó a morder la construcción.

La noticia que más circuló aquel día aseguraba que los relieves serían devueltos a su autor. Para eso fue invitado aquella misma noche a un programa de televisión el señor Puiggalí, para aclarar dónde los depositaría: si en su propia casa de Mataró o en una finca propiedad de su hijo. La presentadora, Helena Garcia-Melero, sugiere que la titularidad de este bien público es del Estado, por lo que se pregunta si es lícito que el autor se lleve asucasa una obra por la que recibió 800.000 pesetas de la época. El presentador, David Bassa, ayuda a concluir que en realidad su destino final será el almacén del Ayuntamiento, al que – se dice a sí mismo-tal vez habría que dedicarle un reportaje. Ese hangar sería lo más parecido a un purgatorio donde expían sus culpas los restos de los monumentos franquistas. La estatua ecuestre de Franco retirada de Montjuïcse guarda allí. Y la alegoría de la Victoria esculpida por Frederic Marès, que se erige a los pies del obelisco situado en el cruce del paseo de Gràcia y la avenida Diagonal, también acabará con toda probabilidad en el mismo lugar.

Hasta aquí, los procedimientos descritos parecen adaptarse a las obligaciones de la ley. No obstante, hay ejemplos del legado franquista que han exigido un capítulo aparte en la ley de Memoria Histórica. La purificación del espacio público mediante la política de tábula rasa no es susceptible de aplicarse en todos los casos. El Valle de los Caídos, en concreto, queda recogido en el artículo 16 de la citada ley. Nadie se imagina destruirlo dados los elevados costes que ello supondría, por eso la ley se limita a la prohibición de llevar a cabo “actos de naturaleza política” en el recinto. El dilema se planteará cuando el edificio muestre signos de deterioro y nos preguntemos si hay que restaurarlo o dejarlo caer a pedazos. Entonces, si alguien afirma que restaurar al enemigo es moralmente inaceptable, habrá que darle toda la razón. La disyuntiva entre una solución moral u otra de corte legal casi siempre favorecerá a la segunda. La ley nos exime de dudas, pero el pasado no se liquida con tanta facilidad.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua

Hito Steyerl

El presente del fascismo

Hay dos formas de enfrentarse a un edificio nazi: derribarlo o conservarlo.

En realidad, ninguna de las dos es viable. Dejar semejante edificio tal como está significa estar implícitamente de acuerdo con su estética y su mensaje político. Por otra parte, derribarlo supone borrar un testimonio de un período histórico del que muchos – por diferentes razones-prefieren hacer caso omiso. Derruirlo no sólo equivale a quitar importancia a la historia fascista sino que – de modo más importante-minimiza su legado en el presente. ¿Echarlo abajo o conservarlo? Las dos opciones son pésimas. ¿Y entonces qué? Analicemos una obra de arte que he instalado hace poco en Linz, El edificio,en los edificios Brückenkopf.

Construidos entre 1939 y 1942, constituyen uno de los pocos proyectos que llegaron a realizarse de los ambiciosos planes urbanísticos de Hitler para Linz. Es sabido que Hitler intentó convertir la ciudad en una capital cultural de la Europa fascista. Linz iba a albergar un museo de arte (con contenidos en parte procedentes del saqueo de los territorios ocupados o arrebatados a colecciones judías) y otras instituciones culturales. Sin embargo, a medida que avanzaba la Segunda Guerra Mundial, esos esfuerzos urbanísticos quedaron paralizados. Sólo se completaron unos pocos de todos aquellos edificios grandiosos; entre ellos, una oficina de Hacienda bastante anodina en la principal plaza de la ciudad. Construidos en un estilo híbrido barroco-administrativo, el diseño es obra del arquitecto bávaro Roderich Fick, cuyo nombre es sinónimo del programa estético de nacionalsocialismo: pomposamente germánico y, a la vez, obsceno y ridículo.

Cuando Linz fue nombrada capital cultural de Europa para el 2009, los comisarios Martin Heller y Ulrich Fuchs decidieron enfrentarse a esa herencia nazi. Tras un concurso, me encargaron que concibiera un proyecto para esos edificios, que habían acabado por fundirse casi a la perfección con el paisaje urbano. Ya nadie se fijaba en su presencia. Se habían normalizado por completo.

Mi propuesta: arrancar algunas partes del revoque de la fachada y mostrar los ladrillos para llamar la atención sobre la realidad material de la construcción. En febrero del 2009, tras muchos debates con los conservadores, se cinceló un gran dibujo en la fachada que daba a la plaza principal. Ahora bien, ese dibujo no es resultado de un proceso aleatorio de destrucción, sino que condensa la investigación histórica realizada en torno a los edificios. Se investigaron varias cuestiones clave (una labor realizada sobre todo por el historiador Sebastian Markt): ¿Quién construyó los edificios Brückenkopf? ¿Quiénes fueron los obreros? ¿Qué materiales se utilizaron? ¿Quién había vivido ahí antes?

Tras una investigación bastante laboriosa, empezaron a surgir varias historias. Por ejemplo, la suerte de la familia judía Samuely, que había vivido en el lugar antes de 1938. De los cincos miembros de la familia, tres se dispersaron a causa del exilio y dos fueron asesinados por los nazis. El padre, Emil, consiguió abandonar Austria en el barco de vapor Schönbrunn tras pasar un tiempo internado en los campos de concentración de Dachau y Buchenwald. Descendió por el Danubio y cruzó el Mediterráneo junto con otros 3.800 judíos. Al final, consiguieron llegar a Haifa. Sin embargo, las autoridades británicas no les permitieron desembarcar y quisieron enviarlos a diferentes colonias para no alentar la inmigración ilegal. En señal de protesta, la organización Haganá colocó una bomba en uno de los barcos, pero se calculó mal la cantidad de explosivos, y murieron unas 250 personas. Posteriormente, Emil Samuely fue deportado a un campo de internamiento británico en la isla Mauricio, donde pasó el resto de la guerra. Samuely no regresó a Linz, a diferencia del Schönbrunn,que se encuentra hoy anclado en el Danubio, justo enfrente de los edificios Brückenkopf. Su mantenimiento corre a cargo de un grupo de cordiales entusiastas tan poco conscientes del suplicio de Emil Samuely como el resto de habitantes de Linz.

Otra de las muchas historias que apareció durante la labor de investigación: según un extendido rumor, en la construcción de los edificios Brückenkopf se utilizaron piedras procedentes de las canteras del campo de concentración de Mauthausen (situado cerca de Linz). Miles de prisioneros murieron en esas canteras. El granito que extrajeron se integró en diferentes construcciones de Linz, Nuremberg y Berlín, donde en su mayor parte pasa inadvertido. El historiador Markt encontró a un antiguo cantero que logró identificar muchas de las piedras. Sin embargo, el vínculo más escalofriante con Mauthausen se refiere a los accesorios interiores del edificio. En 1948, se sacaron los radiadores del campo para reinstalarlos en Brückenkopf. No había radiadores en los barracones de los prisioneros, por supuesto, pero el campo disponía de algunos; por ejemplo, en el burdel situado en su interior. Puede que aún calienten esos edificios.

La investigación histórica constituyó la base para la intervención en la fachada de los edificios. En ella se superpusieron y cincelaron las rutas de la deportación, el exilio y el desplazamiento de varias personas relacionadas con el edificio. A lo largo de varios días, se fue arañando y marcando lentamente en la superficie un dibujo que expone y a la vez inscribe ese contexto de trabajos forzados, desplazamientos y políticas fascistas de exterminio. El dibujo puede contemplarse desde el otro lado de la plaza; en la planta baja del edificio, unas videoinstalaciones narran las historias de la familia Samuely y de otros protagonistas. Las líneas abstractas y las historias concretas presentan diferentes versiones del mismo material documental. Con ello, el edificio es desconstruido, expuesto y, al mismo tiempo, dejado estructuralmente intacto. Su mensaje queda negado; aunque la estructura no sólo se ve purgada o limpiada, ya que eso habría replicado sin más un gesto fascista de borrado.

Como era de prever, la obra suscitó reacciones intensas. Al fin y al cabo, se trata de Austria, donde los populistas de derecha obtienen una y otra vez un tercio de los votos. El Partido de la Libertad protestó contra la obra de arte; sin embargo, también muchas personas salieron en su defensa.

¿Significa todo esto que la arquitectura fascista no debería derruirse nunca? No. Después de todo, nadie la necesita. Ahora bien, no habría que hacerlo hasta agotarla como depósito de huellas; no antes de leerla como documento que condensa las tensiones históricas, como testimonio que nos cuenta tanto del presente como del pasado.

Existe en la actualidad un debate en torno al futuro de los edificios Brückenkopf. La academia de arte local se hará cargo del espacio; y son muchos los actores y funcionarios municipales partidarios de coronarlos con remates luminosos al estilo de Las Vegas. De ese modo, respondería a la arquitectura posmoderna que caracteriza el reciente auge inmobiliario de Linz en el ámbito de los museos y las instituciones culturales. La retórica de los sectores culturales y creativos se vería injertada en la vieja estructura fascista. Imaginemos el resultado: un centro posindustrial de creación y producción artística que rebosa de la fuerza productiva de la imaginación, que emite coloridos rayos de luz por encima del Danubio… y que todavía está calentado con radiadores de un campo de concentración.

¿Cómo vamos a enfrentarnos con ese edificio nazi? No hay una solución sencilla al problema que plantea, pero al menos podemos exponer de modo radical el dilema.

(*) Hito Steyerl (Munich, 1966) es autora de vídeos documentales, entre los que destacan ´November´ (2003) y ´Lovely Andrea´ (2007) con los que ha participado en numerosas exposiciones. Recientemente ha publicado un libro que recoge sus ensayos, ´Die Farbe der Wahrheit´ (El color de la verdad, Turia + Kant, 2008)

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