Parece evidente que el llamado “derecho a decidir” es un derecho democrático, a pesar de las voces de la caverna hispana que lo niegan. También es un instrumento que puede resultar valioso para confirmar el derecho de una sociedad a su independencia política con relación a un Estado y constituirse en otro propio y distinto.
Surge un problema al tratar de definir cuál es el ámbito territorial y demográfico en el que se puede ejercer este derecho. Con relación al modo en que el Principado de Cataluña lo ha planteado como herramienta para avanzar hacia su emancipación surgen problemas en dos sentidos: hacia “arriba” y hacia “abajo”. Analicemos ambos.
Hacia “arriba”. España acepta el derecho a decidir, pero se lo reserva para ella en exclusiva. Su ámbito, definido por su famosa e intangible Constitución de 1978, va al unísono con su consideración del pueblo español único como titular de la soberanía y con la indisoluble unidad de su nación, definida como petición de principio, por las fronteras de su Estado, por sus habitantes y por su constitución formal, la de 1978. No reconoce unidades menores que sean sujetos políticos.
Hacia “abajo”. Una vez estipulado y aceptado el “derecho a decidir” como principio político, se puede convertir en recurrente. Por ejemplo: si el Principado de Cataluña pretende ejercerlo, ¿por qué razón no lo va a poder ejercitar a su nivel, digamos, l’Ampordà? ¿O, dentro de l’Ampordà, Figueres?
La única manera de salvar este escollo de forma consistente es apelar al concepto de nación y considerarlo como la unidad territorial y humana con capacidad de ejercerlo democráticamente. No hace falta ser muy avispado ni tener profundos conocimientos de teoría política para llamar a esto por su nombre: se trata del principio de autodeterminación, del ejercicio del derecho a la libre disposición. Es decir que no puede confundir un derecho básico, asociado a las sociedades constituidas como nación, con un instrumento político utilizable por las personas o por cualquier grupo humano en cualquier nivel de su actividad social.
Otro problema consiste en la necesidad de determinar la existencia de una nación. Su presencia se asocia muchas veces a la de un Estado que le da soporte. Es el caso de los actuales estados-nación. Definen la nación de acuerdo con su territorio, población y fronteras. Pero hay muchas naciones, como la nuestra, que no tienen un Estado propio con capacidad de dar a su pueblo las garantías asociadas al ejercicio del resto de derechos humanos, a la cohesión y estabilidad necesarias para su evolución armónica y prosperidad, al ser un sujeto en el mundo y presentarse ante el mismo con su propia personalidad.
La unidad relevante, la nación, presenta unas características de cohesión social que, si bien desvirtuadas y debilitadas en nuestro caso por la ocupación de los estados dominantes, ejercen la fuerza suficiente para poder actuar como sujeto social –pueblo- con capacidad de cualificarse políticamente y ejercer como sujeto político –nación-.
Cualesquiera otras unidades “inferiores” adolecerán de esta cohesión o supondrán la aceptación de las unidades político-administrativas creadas por los intereses derivados de la dominación. Cuando entre nosotros se plantea la consideración de tres unidades diferenciadas para ejercer el llamado “derecho a decidir”, nos encontramos con una destrucción “a priori” de la nación. La ocupación y el dominio de los estados español y francés han provocado la partición territorial, administrativa y humana entre los dos estados y en dos comunidades autónomas en el español. Pero no son tres naciones. La nación es una, sometida y troceada, pero una. Pretender utilizar los mecanismos ofrecidos por la dominación para “reconstruir la nación” es un imposible.
Ya es difícil de por sí utilizar, para reunificar nuestro país y acceder a su independencia, las instituciones surgidas de la dominación, cuanto más si tiene como origen la finalidad de separar, trocear y enfrentar entre ellas las diversas partes de la nación vasca. Aceptar la partición impuesta para nuestra aniquilación es un paso grave cuando no se tiene una idea clara del sujeto al que se pretende defender. Este sujeto es la nación surgida a la historia a través del reino –Estado- de Navarra. Mientras se siga sustentando su recorrido sobre los siete relatos heredados del aranismo seguiremos por un camino que no lleva más que al abismo.
La supervivencia y prosperidad de la nación exigen la independencia política, el Estado propio. Para lograrlo se requiere concentrar los esfuerzos sociales y políticos de manera precisa y eficaz. Mientras la base implícita (y explícita en muchas ocasiones) sea la proporcionada por las particiones impuestas tras las conquistas y ocupaciones o las presentadas por el aranismo en su renovación del planteamiento nacional, una salida con éxito es muy difícil.
La solución de esta aparente aporía debe partir de la construcción de un relato propio de nuestra sociedad, de nuestra historia, de nuestra memoria. Debe ser un relato que no se soporte sobre los relatos construidos por quienes nos mantienen subordinados Y ese relato común debe ser socializado y hecho general entre quienes se reclaman de la nación vasca, del Estado de Navarra. Sólo a partir de esta perspectiva estratégica se podrán dar pasos en los que la partición y sus instituciones impuestas podrán ser, tal vez, utilizadas de modo táctico para conseguir objetivos parciales encaminados a la independencia efectiva.
En resumen: un relato, uno, no siete ni tres, propio de nuestra historia, que soporte una memoria histórica común, constituye el puntal básico de la estrategia necesaria para acceder a nuestra emancipación. Hay quienes piensan que en Vasconia falta una estrategia adecuada para alcanzar la independencia. Pero, pregunto, ¿cómo puede construirse una estrategia adecuada si falta su primer punto, la definición del sujeto?