DESDE hace menos de una década se ha ido introduciendo en el discurso público en Catalunya y Euskadi una nueva expresión: derecho a decidir. Muchos lo han identificado con el derecho a la autodeterminación pero, ¿es exactamente lo mismo? Para muchos de sus defensores y usuarios, el derecho a decidir no es más que un neologismo para expresar lo de siempre, pero con varias ventajas. Deja atrás, como si de una operación de lifting se tratase, el tono marxistoide y la vinculación con los procesos independentistas del tercer mundo que poco tienen que ver con las realidades occidentales. Y, en segundo lugar, posibilita una recepción más amplia, tanto entre la ciudadanía menos politizada como entre las nuevas generaciones, no socializadas en ciertas luchas ideológicas, a las que les resulta más comprensible.
No obstante, un análisis más preciso de ambos conceptos nos revela diferencias substanciales que nos pueden llevar a pensar en un cambio de paradigma en las reivindicaciones de las naciones sin Estado, al menos en el ámbito occidental. El derecho a la autodeterminación consiguió su carta de naturaleza con el famoso discurso de los “14 puntos” del presidente norteamericano Woodrow Wilson. Pocos meses antes de que se firmara el armisticio que daría fin a la Primera Guerra Mundial, el presidente Wilson legitimaba la modificación de fronteras de acuerdo con las reivindicaciones de los pueblos (y no solo de los gobiernos). Con este marco se desmantelaban los imperios alemán, austrohúngaro y otomano.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el derecho a la autodeterminación se situaría entre los primeros artículos de la Carta de las Naciones Unidas y pasaría a legitimar el fin de los imperios coloniales, en gran parte responsable del crecimiento exponencial del número de estados en el mundo, que ha pasado de poco más de 50 a principios del siglo XX a los 192 actuales. El derecho a la autodeterminación surgió, pues, y se justificaba en un contexto de descolonización y conflictos internacionales, con pueblos internacionalmente reconocidos como colonizados o constitutivos de imperios. La ausencia de una dimensión internacional del conflicto dejaba el concepto sin una fácil aplicación. No es casualidad, desde esta óptica, que cuando la secretaria de Estado Hillary Clinton fue preguntada en una rueda de prensa en Bruselas (06/03/2009) por la posición de los Estados Unidos ante las reivindicaciones independentistas de catalanes, escoceses y galeses su respuesta fuese: “No interferiré en los asuntos internos de ningún país europeo”.
El derecho a decidir no tiene nada que ver con todo esto. Si analizamos, de entrada, su significado, está claro que se trata de una reivindicación de otro orden: la ampliación del objeto de decisión democrático. Lo que se reclama es que todo pueda ser objeto de decisión democrática, incluso la organización institucional y los límites político-jurídicos de una comunidad. ¿Qué comunidad? En este caso el concepto no se presenta asociado a la existencia de un pueblo internacionalmente reconocido, sino lo que en ciencia política se denomina demos, una comunidad sobre la que se aplica la regla de la mayoría para tomar decisiones colectivas. Una comunidad autónoma es, sin duda -y sin que de, ningún modo, sea necesario un reconocimiento internacional- un demos porque reúne a una población que ejerce su voluntad democrática de autogobierno, tal como se visibiliza, al menos, cada cuatro años, en las elecciones autonómicas. Un demos que puede reclamar ejercer esa voluntad más allá de los límites establecidos en un momento dado. De los derechos históricos de los pueblos, que el derecho a la autodeterminación presuponía, se pasa así a defender la radicalidad democrática que supone considerar que nada de lo que pueda afectar a una comunidad que se revela públicamente a través del ejercicio de la democracia resta fuera de su alcance decisorio. Se trata de defender su soberanía, o como diríamos de alguien “su mayoría de edad”.
La distinción que existe -muy a menudo obviada- entre una reivindicación “soberanista” y una independentista resulta en este contexto fundamental. La primera reconoce la capacidad de decisión plena de un demos (al que, por ello mismo, se suele relacionar con el concepto de nación). La segunda defiende una de las opciones que el derecho a decidir (sin restricciones) puede plantear. Si a alguien todo esto se le aparece como juegos de palabras sin consecuencias factuales, le recomiendo que lea el Dictamen del Tribunal Internacional de Justicia sobre el proceso de independencia de Kosovo, del que estos días se cumple un año. Los magistrados del tribunal de La Haya, ante la pregunta del Consejo de Seguridad sobre la legalidad de la independencia unilateral de la autonomía exyugoslava, concluyen que no hay ninguna ley internacional por la que ésta pueda calificarse de ilegal. Su argumentación, muy elaborada, se inicia dejando claro que no se puede apelar al derecho a la autodeterminación en este caso (por las razones que ya hemos visto) y, por tanto, serán otro tipo de elementos los que considerar. Estos son el agotamiento de vías alternativas para llegar a un acuerdo, la no violencia y la proclamación por representantes legítimos, democráticamente elegidos (que votaron a favor de la independencia unánimemente y sin la convocatoria de un referéndum).
En estas circunstancias nada hay, según el tribunal, que pueda considerarse contrario a alguna norma internacional. Lo que no quiere decir -en sentido inverso- que haya ninguna norma internacional a la que este tipo de procesos se puedan acoger (pues no desarrollan el derecho a la autodeterminación que sí recoge la Carta de las Naciones Unidas). Tampoco considera que el principio de integridad territorial recogido en la Carta y los subsiguientes textos internacionales se vea conculcado porque este solo se refiere a las relaciones entre estados, no dentro de ellos. Un Estado no puede tomar una parte de otro estado sin violar la Carta, pero ésta nada dice en relación a una minoría territorial que desea secesionarse del estado al que pertenece. Simplemente, no hay legalidad internacional al respecto. La clave, pues, está en el proceso, no en el objetivo. No violencia, democracia, imposibilidad de otras vías. El derecho a decidir deja atrás las sempiternas discusiones sobre la existencia de la nación o pueblo y se sitúa directamente en la de las capacidades democráticas del demos existente. El derecho a decidir deja atrás las discusiones sobre si se da o no una relación de trato colonial y se ancla en la voluntad de decidir democráticamente, con o sin explotación, con o sin nación.