La denominación ‘homo sapiens’ es una clara exageración. Los humanos no sólo pensamos, también sentimos, imaginamos, nos emocionamos, apasionamos, amamos, odiamos, etc. El hecho de que pensar sea lo que más nos distingue de otras especies no significa, ni mucho menos, que sea el aspecto más decisivo en nuestros comportamientos. Nuestros rasgos evolutivos prerracionales son más antiguos, longevos y profundos. Y los ‘sapiens’ compartimos con la mayoría de primates características como la de vivir en grupos, la territorialidad, la jerarquía, la competitividad o la empatía que están en la base de la moral y la política de la especie.
Con la razón hemos creado teorías y a través de duras luchas emancipadoras hemos creado instituciones prácticas que por el momento han culminado en las democracias liberales. Sin embargo, en el momento de los análisis creo que conviene no olvidar dos cosas (y hacer una advertencia irónica): que las cuestiones políticas suelen ser más complejas que las teorías filosóficas, económicas y culturales o que las técnicas jurídicas que pretenden explicarlas o prescribirlas, y que los componentes emocionales, pasionales, juegan un papel importante en el comportamiento de los humanos (y la advertencia de Berkeley, extrapolable a otras disciplinas, cuando decía que los filósofos acostumbran a levantar mucho polvo para a continuación quejarse que no ven nada).
Hace siglos que los humanos reflexionamos sobre los fundamentos y la legitimidad de las instituciones políticas. Jonathan Holslag recoge el consejo realista de Guan Zhong, gobernante del duque Huan de Qi (China, s. VII a C) que ejemplifica parcialmente la complejidad política: “La preservación del territorio depende de las murallas; la preservación de las murallas depende de las armas; la preservación de las armas depende de los hombres; y la preservación de los hombres depende del grano”. Y la primera palabra que sale en la ‘Ilíada’ –un relato casi coetáneo del de Guan Zhong– es ‘cólera’ (la de Aquiles). Una creciente complejidad y el papel de las pasiones resultan inherentes a la política.
Aparte de las tradiciones realista (Tucídides, Maquiavelo) y escéptica (Montaigne), en el ámbito de la filosofía política se pueden seguir dos grupos de teorías de base moral. Ambos grupos arraigan en la tradición de la Grecia clásica y llegan hasta las actuales teorías de la democracia.
Un primer grupo quiere encontrar una serie de principios morales para regular su vida colectiva. Ésta ha sido una línea racionalista y moralista fructífera en términos filosóficos occidentales. Es la línea Platón-Kant-Rawls/Habermas. Normalmente es una tradición que se encuentra incómoda con la pluralidad de respuestas sobre la legitimidad política. Los datos empíricos y contextuales se ven a menudo como consideraciones menos importantes, incluso como un estorbo analítico; las pasiones se menosprecian o marginan por inconvenientes. La vocación racional y moral de estas teorías es universalista, se ven básicamente aplicables a cualquier contexto.
Un segundo grupo de teorías se ha establecido como reacción inmediata al primer grupo. Es la línea Aristóteles-Hegel-Berlin/Taylor/Walzer, mucho más atenta a las características históricas y de contexto. Así, Aristóteles viene a decirle a Platón que en el ámbito político los argumentos contextualizados resultan más necesarios que los principios abstractos. Hegel le viene a decir a Kant que los planteamientos moralistas resultan perversamente ingenuos en el mundo de las sociedades modernas. Berlin insiste en el carácter tenso, contradictorio, que arrastran algunos valores, todos deseables (libertad, igualdad, pluralismo, etc.), mientras que Taylor y Walzer critican los déficits del liberalismo tradicional y del constitucionalismo en el momento de regular aquellos valores en sociedades con fuertes componentes de pluralismo nacional, lingüístico o étnico. Siguiendo el primer grupo de teorías, se dice, se acaba en una falta de reconocimiento y de acomodación política del pluralismo que hace que, en aras de una abstracta igualdad de ciudadanía, se trate de manera muy desigual a los ciudadanos de las minorías nacionales, étnicas o lingüísticas.
Por ejemplo, desde los valores liberales y democráticos, ¿cómo negar el derecho de las minorías nacionales a perseguir de manera pacífica y democrática su propia libertad de autodeterminación colectiva? La mayoría de las teorías democráticas del primer grupo no tiene respuesta a esta pregunta. Me refiero, claro, a respuestas normativas e institucionales que no se refugian en lo que dicen unos textos legales que reflejan los poderes y visiones de las mayorías nacionales hegemónicas. Es la pregunta sobre el ‘demos’ y cómo se decide el derecho a tener derechos (Arendt).
Complejidad y pasiones. Sabemos que todos los estados son nacionalistas. Quienes son plurinacionales y no acomodan bien su pluralismo interno erosionan gravemente el carácter emancipador del liberalismo democrático y, en último término, incentivan rebeliones por la liberación, por la libertad colectiva. Son estados con un nacionalismo banal emparentado con la banalidad del mal.
ARA