A veces se da un paralelismo entre la recepción de nuevas ideas científicas y de nuevos proyectos políticos cuando ambos suponen una ruptura con las concepciones previas de los científicos, en un caso, o de los políticos y ciudadanos en el otro. El pasado siempre importa. Lo recoge William Faulkner: “El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado”.
La historia de la ciencia muestra que existe un conservadurismo mental que se resiste a aceptar nuevas ideas, aun las ya contrastadas, si chocan con lo previamente aprendido. Al final, los cambios conceptuales son aceptados, pero no repentinamente, sino a través de etapas consecutivas, que pueden resumirse en las cuatro siguientes:
1) se afirma que las nuevas ideas basadas en resultados experimentales son incorrectas, ya que resultan cuestionables los métodos empleados; 2) se defiende que los resultados son correctos, pero que resultan irrelevantes para las teorías establecidas; 3) se entienden los resultados como correctos y relevantes, pero se afirma que se trata de cosas ya sabidas desde hacía tiempo; y 4) los resultados, además de correctos y relevantes, se entiende que marcan un antes y un después en la investigación científica del campo de que se trate. El camino desde la primera etapa hasta la cuarta puede durar décadas. Ello ha ocurrido con teorías de primer nivel científico, como la teoría darwinista o la física cuántica.
“No son la subjetividad y la relatividad de la ciencia -decía R. Aron- las que hacen necesaria la elección, sino el carácter parcial de las verdades científicas y la pluralidad de valores”. La acción política en las democracias actuales supone siempre elegir entre alternativas posibles, en unos contextos de creciente pluralismo de valores, intereses e identidades.
En la actualidad, los posibles cambios en las fronteras de los estados suscitan resistencias, sobre todo entre aquellos para quienes tal cosa supone perder un mundo mental heredado. Pero este siglo probablemente verá cambios pacíficos de fronteras a tenor del deseo expresado por las poblaciones afectadas. Este es un tema en el que los estados democráticos se han comportado hasta ahora mucho más como “estados” que como “democráticos”. Pero las cosas están cambiando, y no hay ningún argumento definitivo, de carácter moral o funcional, que establezca la superioridad de las fronteras actuales. Más bien hay argumentos para establecer secesiones pacíficas cuando se establecen reglas claras sobre las mayorías exigidas, los plazos temporales entre consultas y las posibles compensaciones en caso de secesión. Este es el sentido de la famosa “opinión jurídica” del Tribunal Supremo canadiense de 1998, cuando fue preguntado por la legitimidad de una posible secesión de Quebec. Dicho sin lenguaje técnico, lo que en el fondo mantiene este tribunal es que en una democracia avanzada, si una minoría nacional cuenta con un mayoría interna “clara” a favor de la secesión, esta resulta imparable. La Constitución no es vista allí como una cárcel normativa de la que nadie puede salir, sino como un acuerdo político y temporal basado en cuatro principios: federalismo, democracia, Estado de derecho y respeto a las minorías. Un acuerdo siempre abierto y revisable según la voluntad de los distintos demos del estado.
En el caso de Catalunya, el paisaje ha cambiado tras el proceso de reforma del Estatut del 2006. El resultado ha sido decepcionante en los tres aspectos principales que motivaron la reforma -el reconocimiento formal de la realidad nacional catalana; la obtención de un autogobierno bien protegido del expansionismo del poder central, tanto en la esfera estatal como en la esfera internacional, y poder disponer de infraestructuras y recursos económicos que permitan a Catalunya ser un actor con proyección en el mundo (con una “solidaridad razonable”, y no basada en el expolio)-. El Estatut es hoy una pieza pequeña y defectuosa salida de la caótica fábrica de su proceso de elaboración. De hecho, el Estado de las autonomías está acabando por convertirse en un engaño para Catalunya y el País Vasco, es decir, en lo contrario al espíritu de la transición.
La próxima sentencia del TC no será irrelevante. Pero hoy este ya no es el tema de fondo. Diga lo que diga este “tribunal político”, hoy completamente desprestigiado, señalará un terreno de juego que le queda estrecho a buena parte de los ciudadanos de Catalunya. La globalización impulsa a las naciones minoritarias a jugar en la Champions de la internacionalización, y no a quedarse en la Segunda B de estados que no las reconocen y a los que tienen casi siempre en contra. El proceso de cambio rupturista se adivina complejo, pero la dirección parece clara: si el Estado y la cultura política de los partidos nacionalistas españoles (PSOE y PP) no cambia, dejando de ser arrogante y el estilo autoritario y de vocación homogeneizadora, lo más conveniente en un contexto global es ir construyendo una legalidad estatal propia. Este es un proceso más de hacerlo que de decirlo, tanto desde las instituciones y partidos como desde la sociedad civil. De una forma pacífica y transversal, pero contundente y sabiendo adónde se va.
Los partidos españoles aún están en la primera etapa de las señaladas anteriormente. Desde Catalunya se trata de acelerar el proceso para llegar a la cuarta etapa con el menor gasto de energía interna y en el menor tiempo posible. Ya hemos perdido demasiado de ambas cosas.
FERRAN REQUEJO, catedrático de Ciencia Política (UPF) y coautor de ´Desigualtats en democràcia´ (Eumo 2009).
Publicado por La Vanguardia-k argitaratua