Los informes sobre cohesión y vínculo social suelen hacer hincapié en el estudio de la desigualdad social. Presuponen que a mayor igualdad, mayor cohesión. Pero si bien unos altos índices de pobreza, unos bajos niveles educativos o de salud o ciertas formas de segregación étnica son efectivamente un obstáculo para la cohesión, lo que también es cierto es que la igualdad no garantiza la lealtad y el sentimiento de pertenencia a la comunidad. Hay sociedades tradicionales muy cohesionadas a pesar de las desigualdades y las más igualitarias y socialmente avanzadas cada día ven más amenazada su cohesión.
¿Existen otras formas de estudiar el vínculo social? Sí: a través del análisis de las expresiones de compromiso con la comunidad local o nacional o de confianza en sus instituciones. El grueso del voluntariado, el apoyo a las organizaciones civiles solidarias, el asociacionismo cultural o la participación electoral, entre otros, son buenos indicadores. Y también otros factores más estructurales como el funcionamiento del llamado “ascensor social”, generador de expectativas positivas de pertenencia al país que lo hace posible.
Pero paralelamente, y en negativo, también habría que considerar los indicadores que señalan la falta de vínculo y la ausencia de lealtad a la comunidad. Éstos son más discretos, y sobre todo es más antipático hablar de ellos. Poco sabemos. Pienso en la economía sumergida, a menudo consecuencia de un sistema burocratizado que no facilita su afloramiento, pero que en otras muchas ocasiones es consecuencia de comportamientos insolidarios. En cualquier caso, en Cataluña puede representar alrededor de un 20% o más de la actividad económica, lo que torpedea la credibilidad de las estadísticas tanto sobre el mercado laboral como sobre la riqueza y la pobreza. Y esto altera radicalmente la eficacia de las políticas impositivas y sociales.
También pueden ser un indicador de descuelgue social algunas causas de absentismo laboral. Que en diez años, en Cataluña, se hayan duplicado los casos –en horas medias mensuales por trabajador, de 3,8 en 2013 a 7,3 en 2023–, que seamos la segunda región con las cifras más altas del Estado o que signifique más de un 1% del PIB –según datos de PIMEC– puede sugerir una creciente crisis del valor cohesivo tradicionalmente atribuido al trabajo.
Todavía son más difíciles de medir los abusos en el sistema de asistencia pública. Alguien dirá que el mayor abuso es el que practica la propia administración cuando aplica criterios injustos o retrasos inexcusables en sus obligaciones. Pero no es de extrañar ver que se aplauda a quién ha sabido engañar a la administración y explica cómo hacerlo. No tengo datos de aquí, pero en Estados Unidos se calcula que los abusos en los sistemas sociales suponen unos 5.000 dólares anuales por hogar. Por poner un ejemplo de aquí: obtener prestaciones sociales ocultando ganancias obtenidas en negro.
También forman parte de esta desvinculación social los fraudes de las grandes y pequeñas empresas, la corrupción política, el desperdicio de recursos de las administraciones, y en general todo aquello que fomenta la desconfianza en las instituciones. Una desconfianza que entonces sirve para justificar, o empujar, a comportamientos individuales incívicos. De hecho, unos sirven para justificar a otros. En cualquier caso son inquietantes las pocas consecuencias de este incivismo al por mayor o al por menor, corporativo o individual. Ni las grandes corporaciones notan grandes impactos sociales por sus comportamientos censurables –tienen departamentos de comunicación expertos en detener sus consecuencias–, ni tampoco nos atrevemos a enfrentarnos a la mala educación individual cotidiana. Hay un bajo nivel de conciencia cívica cuya magnitud sólo podemos intuir, que no sabemos medir con precisión y que por tanto no podemos comparar con otros países y contextos sociales.
Hay estudios que demuestran que la lealtad social se refuerza en situaciones de estrés social –desastres naturales, pandemias, guerras, situaciones de mucha privación…–, y que se reblandece cuando crece la confortabilidad social. Pero, entonces, la pregunta es: ¿qué grado de descuelgue social es llevadero sin acabar con la disolución de las comunidades educativa, sanitaria, lingüística, nacional o de cualquier otro tipo? ¿Hasta qué punto es esta disolución del vínculo social lo que provoca, como reacción, la aparición de propuestas políticas autoritarias que prometen rehacerlo? ¿Cómo hacemos compatible la diversidad social actual con la necesaria lealtad a la nación para que ésta no se deshilache y deje sus miembros a la intemperie?
ARA