He estado leyendo de un tirón, atrapado por la alta calidad de la escritura de Ivan Mambrillas, el libro ‘De la cocina y la vida. Conversaciones con Josep Lladonosa i Giró’, publicado recientemente por Viena Edicions. Claro que el personaje con el que conversa Mambrillas tiene su qué, y sobre todo fascina. ¡Cómo las encara! Qué “homenot” (“hombre”), que diría Pla. Pero si ahora menciono el libro es por cómo Lladonosa –atención: a primeros de 2016– respondió al autor sobre si quería la independencia.
El maestro cocinero le dice: “Me turba ese espíritu de derrota que, como quien dice, hemos heredado junto a la tierra, al igual que me da miedo la reacción del Estado, porque es muy poderoso y conserva aquella vocación secular de estrangularnos. Ahora: también creo que, si nos lo echan todo por tierra, volveremos a levantarlo enseguida”. Y añade, profético, contra el desánimo: “No sé si es cosa del espíritu de derrota o del escepticismo preceptivo en situaciones de incertidumbre, pero… Mira, yo soy más positivo, claro que sí, pero, sea como quiera, todos sabemos que no será coser y cantar, y que el Estado no nos lo perdonará nunca. Pero, ¡ojo: si nos muelen a palos, todo el mundo a aguantar! A fe de Dios que quiero la independencia…”.
Ciertamente, el poco más de año y medio que va de la respuesta hasta el Primero de Octubre de 2017 convirtió el sentido figurado de los palos en realidad material. Pero sobre todo me interesa la idea de Lladonosa cuando nos achaca un ancestral espíritu de derrota heredado con la tierra. Y, aunque nunca he compartido las perspectivas psicologistas sobre una supuesta alma catalana, si no es el alma o el espíritu, algo estructural hay de cierto en este derrotismo que provoca la situación de dependencia cuasicolonial con España.
Quiero decir que a pesar de su interés para la historia intelectual del país, nunca me han convencido ni las aproximaciones psicologistas de Jaume Vicens i Vives en ‘Notícia de Catalunya’ (1954) ni las de Josep Ferrater Mora en ‘Las formas de la vida catalana’ (1955). Pero ahora mismo no puedo hacer otra cosa que reconocer que efectivamente se ha ido imponiendo un relato de derrota, por otra parte, muy al gusto del vencedor. Un relato que encaja con lo que Vicens i Vives tomaba de Pérez i Ballestar, la mentalidad “reventadora”, y que ha ido ocupando el espacio de la opinión pública catalana. Una mentalidad que no construye nada, que hace posible una “crítica humilladora”, como también dice Vicens i Vives, y que termina en “en el ofuscamiento del todo o nada”.
Y todo esto lo digo porque estoy hasta el moño de este trueque de un supuesto “procesismo”, que ahora ya no es tan sólo resultado de un análisis malicioso del comportamiento posterior de quienes lideraron el proceso, sino que convertido en la vía para lanzar sin distinciones todos los partidos independentistas a la papelera de la historia. O que sirve para insultar a todos los que van –o participamos– con más o menos acierto, pero honestamente, en ese intento fallido de emancipación. ¡Qué lástima que en los momentos decisivos no hubiésemos podido contar con las mentes clarividentes del actual reventón!
Acusar de “procesistas” a quienes son herederos de aquella heroicidad es miserable. Ya basta de aguantar ese cebarse en un espíritu de derrota que contagia desconfianza contra todo y contra todo el mundo y que desmoviliza a un pueblo que mostró una capacidad de sacrificio ejemplar. Quien haya renunciado a la esperanza de una emancipación nacional, que lo diga claramente. Pero ya basta de hacernos pasar por lucidez crítica lo que no es más que una mediocre versión mal disimulada de un relato de derrota patrocinado desde el interior.
Sí: fuimos capaces de emprender un proceso hacia la independencia inédito y potente, y que asustó al Estado como nunca. Y sí, con una primera batalla perdida. Pero digan lo que digan los reventadores, el proceso seguirá hasta el final. Como dice Lladonosa, “todo el mundo a aguantar”.
ARA