HE leído el artículo de Jaime Ignacio Del Burgo en DIARIO DE NOTICIAS, titulado En el 168º aniversario de la Ley Paccionada . Es su tema preferido, ya que es la piedra angular en donde descansa el tinglado institucional actual puesto en marcha en 1978. Navarra, nos dicen todos los constitucionalistas españoles, pactó esa ley en 1841, y desde entonces vivimos felices integrados en la gran familia española.
Es curioso lo poco que se explica a los navarros las circunstancias en las que surgió esta ley tan trascendental. Y no es de extrañar que así sea, porque sería tanto como reconocer que toda la argumentación del navarrerismo actual es pura falacia, impuesta en la Transición de la misma manera que se impuso en su día la Ley de 1841: por razones de Estado, apoyadas en último término por el sable militar.
La Ley de Modificación de Fueros de 1841 -ése es su verdadero nombre- es consecuencia del Convenio de Bergara de 1839 que, con el abrazo entre Maroto y Espartero, puso fin a la sublevación carlista vasconavarra a cambio de una vaga promesa de conservación de los Fueros. Se acogieron al mismo tres batallones guipuzcoanos y ocho vizcaínos. El resto, trece navarros, seis alaveses y cinco guipuzcoanos no lo aceptaron, saliendo muchos de ellos hacia el exilio. Maroto fue declarado traidor, y desde entonces frases como ser más traidor que Maroto o hacer una marotada se hicieron populares. Una derrota militar y un rechazo de la mayoría de los navarros: ése es el génesis de la ley que tanto ama Del Burgo. Vivan las cadenas.
Navarra fue ocupada militarmente y Espartero prohibió hasta llevar txapela a los naturales. Una minoría de liberales que, protegida por el Ejército, usurpaba la Diputación, acudió a Madrid a firmar el hachazo a los Fueros. Para ver el temple servil de estos negociadores, basta leer la opinión del ministro Manuel Cortina cuando dijo que el Gobierno había logrado “el acuerdo apetecido” y reconoció la buena fe de los comisionados navarros, “animados del más vivo deseo de identificarse con la nación de que naturalmente forma parte aquella provincia, sus exigencias han sido siempre racionales y prudentes; jamás han insistido en las que se les manifestaba era opuesta al principio de la unidad, y en todo han demostrado de un modo inequívoco su españolismo”.
Navarra dejaba de ser un reino y pasaba a ser mera provincia; desaparecían sus Cortes y con ellas la independencia legislativa y judicial; se perdía la capacidad de emitir moneda propia; se obligaba a los navarros a participar en el servicio militar o contribución de sangre ; se trasladaban las aduanas del Ebro a los Pirineos, etcétera. En un principio, los comisionados navarros anunciaron que los navarros seguirían exentos del servicio militar, pero el Gobierno se cepilló ese artículo, lo que enfureció tanto a los navarros que obligó al Gobierno Civil y a la Diputación títere a negar reiteradamente que hubieran vendido las quintas .
No es de extrañar que Campión, como la mayoría de intelectuales navarros, llamara a la ley crimen de alta traición y la muerte de la nación Nabarra . Para él, fue negociada por “una Diputación provincial usurpadora, a espaldas de la legalidad foral” y la modificación de los fueros era “el plano inclinado por donde Navarra, herida de parálisis, va resbalando hacia la unidad constitucional”. Según se denunció desde el primer momento, rebautizaron la ley como paccionada por disimular su origen y darle algo más de sustancia . Así lo denunciaba un opúsculo liberal aparecido en 1873: “paccionada la llaman hoy ingenuos y perillanes”. Y paccionada la sigue llamando hoy día Del Burgo, que de ingenuo no tiene un pelo. Por si quedaban dudas, en 1876 el presidente Cánovas del Castillo lo dejó claro a los delegados navarros: “Las Cortes, con el Rey, tienen derecho a legislar sobre Navarra ni más ni menos que sobre las demás provincias de la Monarquía: la Ley del 41 es una ley como todas las otras, y todo lo dispuesto sobre este particular puede caer y caerá delante de una resolución de las Cortes mencionadas con el Rey, pues un hecho de fuerza es lo que viene a constituir el Derecho, porque cuando la fuerza causa Estado, la fuerza es el derecho”. Así que de paccionada, nada de nada. Fuerza militar, imposición a la mayoría y mangoneo de perillanes.
Ni siquiera los padres del navarrismo españolista admitieron la ley como paccionada . Para Julio Gurpegui, autor en 1944 del libro Navarra foral siempre española , del que tanto ha tirado luego Del Burgo, fue un castigo impuesto por el liberalismo de la forma más brutal . El conde Rodezno insistía en lo de la imposición. “La Ley del 41 no salió, como Venus, de blandas espumas, sino de las espumas sangrientas de una guerra civil sostenida mayormente por Navarra”. A nivel popular el rechazo fue generalizado, sobre todo cuando se empezaron a comprobar sus consecuencias. El tudelano Fulgencio Barrera, uno de los cuatro comisionados que firmaron el acuerdo , fue motivo de esta copla cantada hasta la saciedad por sus paisanos:
Barrera vendió las quintas / y Castejón el peñón / y de Tudela sería / el que vendió al señor.
Pese a ser favorable a la Ley, el también tudelano José Mª Iribarren lo reconocía así: “dadas las circunstancias en que se firmó -recién vencida nuestra provincia en la guerra de los Siete Años- el pueblo consideró traidores a sus firmantes. Tan mal ambiente rodeó a Barrera que obtuvo del Gobierno el traslado a la Audiencia de Manila. La inquina popular no le perdonó ni aún después de muerto. El pueblo de Tudela se amotinó frente a su casa, llegando a lanzar piedras y cascotes contra la alcoba mortuoria. Nadie quiso conducir el cadáver al cementerio, y el Ayuntamiento hubo de encomendar esta labor a cuatro alguaciles que lo efectuaron secretamente a horas intempestivas. ¡He aquí un caso patético y terrible de la venganza popular y del sentimiento foral de los navarros!”. Frente a esa avalancha de datos, Jaime Ignacio del Burgo insiste en sus libros que “Navarra aceptó sin reservas acomodar su sistema político a las exigencias de la unidad constitucional”.
Tan odiadas fueron las leyes de 1839 y 1841 que de inmediato surgieron voces con una consigna que se repetirá machaconamente durante más de un siglo: reintegración foral. No existirá probablemente ningún ayuntamiento navarro que en sus actas no se haya demandado con el adjetivo de plena , y raro es el partido político que no la haya tenido en sus proclamas, ni periódico vasconavarro que no la haya defendido en sus editoriales. En cada momento de cierta libertad y distensión política, la reclamación de la reintegración foral plena volvía a la actualidad y el clamor de la calle se convertía en debates parlamentarios y declaraciones institucionales. Ocurrió en 1893, entre los hervores de la Gamazada; en 1918, con motivo del resurgir del autonomismo; en 1931, aprovechando los aires generosos de la República. También en 1976, cuando se estaba levantando la pesada losa del franquismo. En 1977 todavía la reclamaba el PSOE…
Lo más curioso es que tras la Constitución española y el Estatuto, fue derogada la Ley de 1839 para Guipúzcoa, Álava y Vizcaya, pero UCD impidió que se derogara en Navarra. La razón es simple: frente a la unidad con las otras provincias en un mismo Estatuto, necesitaban la ley paccionada de 1841 para justificar la excepcionalidad de Navarra y el Amejoramiento pactado . Si derogaban la Ley de 1839, debían derogar la de 1841, hija de la anterior, y se les caía el argumento. Así que, tras siglo y medio de cuestionar esta ley desde el carlismo y el fuerismo liberal, la derecha navarra acabó sosteniéndola en aras de la separación vasca. Es por eso que el Amejoramiento Foral, lejos de mejorar nada, supuso de hecho el punto final a la reintegración foral, ergo, a los derechos históricos de Navarra.
Todo esto lo conoce muy bien Del Burgo. Por eso todos los años nos vuelve a contar su fantástica historia del pacto ley . Y luego habla de los falsarios de la historia.
2009