Desde el punto de vista estrictamente económico, España no es Grecia. Y Cataluña todavía menos, sea dicho de paso. En este sentido, cualquier ambigüedad que tenga el propósito de contaminar la economía española comparando su situación con el descalabro de los griegos, o juega voluntaria e interesadamente en hacer tambalear -todavía más- esta débil economía meridional, o contribuye sin conciencia e irresponsablemente a favorecer a los especuladores que quieren sacar partido. El problema de la economía griega es extremo y los indicadores son espeluznantes. Pero lo que hace la situación todavía más grave es que la crisis hubiera sido enmascarada por sus anteriores dirigentes hasta la llegada del actual gobierno y, por lo tanto, que siga generando una gran desconfianza respecto de la gravedad real de los hechos y la capacidad para encararlos. Así pues, el caso de Grecia no se limita al de una crisis económica gravísima que
A nadie habría de extrañar, por lo tanto, que ahora el pueblo griego reaccione de manera violenta. No porque tenga razón en sus argumentos más demagógicos en contra de las medidas de choque que hay que aplicar, que no tiene. Las dolorosas restricciones económicas son absolutamente imprescindibles para rehacer el país, y todavía tienen de bueno que pueden recurrir a la protección de Europa y del FMI. En este sentido, las protestas griegas hacen pensar en un paciente que con una gangrena en la pierna se resistiera a la amputación de la extremidad con el argumento de que no ha sido lo responsable voluntario del mal. La amputación, en este caso, no sería un castigo sino un remedio radical para salvarle la vida, incluso en el supuesto de que el cirujano se hiciera rico. No: la reacción extrema del pueblo griego no se explica sólo por los argumentos simples que se esgrimen en la calle, sino por la irritación propia de una ciudadanía que ha sido escandalosa y largamente engañada. Y no tan sólo escondiéndole la cruda realidad, sino que le habían estado enmascarando el drama con un populismo insensato, con medidas paternalistas, enloquecidos en una fuga desesperada hacia el precipicio. Hace pocas semanas, uno de los mejores expertos mundiales en el análisis de las telenovelas -las llamadas “soap operas”-, el profesor escocés Hugh O’Donnell, nos explicaba en
Mi interés ahora mismo, pero, no es profundizar en la cuestión griega, de la que no soy experto. Bastante me gustaría saber cual ha sido el papel de los medios de comunicación durante todos estos últimos años, y hasta qué punto habían advertido del engaño o han sido sus cómplices. Y sería interesante conocer cual ha sido el papel de la intelectualidad y el de los expertos universitarios. Por no decir qué grado de responsabilidad tienen en el engaño empresarios, sindicatos y, no hay que decirlo, el sector financiero. El que realmente quiero señalar es que lo que hace verdaderamente trágica la situación griega es la del engaño al pueblo. Y que si algo puede contaminar al resto de países de
La reflexión también es aplicable a la actual situación catalana. Efectivamente, de lo que querría advertir es de las graves consecuencias que tendría que nuestros gobernantes cayeran en la tentación de engañarnos respecto de los posibles horizontes de nuestro futuro nacional después de la sentencia del Constitucional. Ante la crisis estatutaria y constitucional en que nos encontramos, es necesario que quienes se ven con el coraje de liderar este país no se refugien en falsas promesas de cumplimiento imposible o que insistan en caminos perdidos hace tiempos o que nunca han existido. La nada disimulada esperanza de PSC, CiU e ICV para que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto se retrase hasta después de las elecciones -para no interferir- ya ha sido una mala señal. Después, el hecho de crear la falsa expectativa, a la desesperada, presionando por tierra, mar y aire, sobre la posibilidad de que el Tribunal se inhiba de una sentencia cuyo el sentido está cantado, tampoco parece el mejor camino para acercarnos con realismo al previsible final de este conflicto. Y tampoco tranquiliza el hecho que no se divise cual puede ser la respuesta política de los partidos que asuma, con todas sus consecuencias, el grave retroceso que implicará en el autogobierno respecto de lo conseguido con el Estatuto de 1979.
He empezado diciendo que desde un estricto punto de vista económico, Grecia no es España. En cambio, desde una perspectiva política, la diferencia ya no es tan clara: en España, gobierno y oposición siguen mostrando una extrema dificultad para decir la verdad cuando esta topa con sus intereses electorales. Ahora bien: el gran desafío que tienen por delante los dirigentes políticos catalanes es el de decirnos toda la verdad sobre las consecuencias de la más que probable sentencia del Tribunal Constitucional. La tentación de ofrecer una falsa salida engañando al pueblo podría tener unas consecuencias tan graves como las que han llevado al pueblo griego a salir a la calle. Y tendrían que tener muy claro que el gran peligro no es que se rompa España, sino que se quiera engañar el pueblo para evitarlo.