Decíamos ayer: nos han movido de sitio…

En 2007, los escritores en español en Cataluña se negaron a ir a la feria de Frankfurt, donde Cataluña era el país invitado: tenían un Estado detrás, y ellos supieron aprovecharlo para expresar, con pocas excepciones, un supremacismo vergonzoso sobre los escritores en catalán. (Hice un artículo –“Mejor un ‘bratwurst’, por favor”–, pidiendo a los colegas que no cargáramos con el fardo de representar a un país que nunca ha considerado a sus intelectuales dignos de representarlo: fui uno de los 200 elegidos, pero mi asistencia a Frankfurt fue a título personal). Quince años después, en la misma feria de Frankfurt, varios escritores en catalán han participado en una operación de estado española, con el pretexto de la “diversidad” –dicen que impuesta por los directivos de la misma feria –, pero en la olla mezclada de las “literaturas hispánicas”. Esta vez, los escritores en español en Cataluña no han abierto boca: el Estado ya ponía la cuota de supremacismo que convenía a sus intereses particulares a expensas del erario. (Dicho sea de paso: hizo mucha más polvareda entre la gente la petición de Serrat de cantar en catalán en Eurovisión en 1968 que las angustias de 2007 o la indiferencia de 2022 por saber los elegidos en la feria de Frankfurt).

Años atrás, publiqué un artículo comentando un libro de Isaiah Berlin, titulado ‘El erizo y la zorra’, que es un ensayo sobre la visión histórica de Lev Tolstoi. Berlín dividía a artistas y filósofos en ‘erizos’ y ‘zorros’. Los erizos serían gente ceñida, con una visión central que da sentido a todo lo que son y manifiestan: Platón, Lucrecio, Dante, Pascal, Hegel, Dostoyevsky, Nietzsche, Ibsen, Proust; los zorros perseguirían muchos objetivos inconexos y contradictorios, ligados sólo por los hechos y carentes de principios morales o estéticos: Aristóteles, Heródoto, Montaigne, Erasmo, Molière, Goethe, Pushkin, Balzac, Joyce. (Tema interesante para hablar de Pla y Rodoreda, Víctor Català y Maragall, Llull y Verdaguer, Ferrater y Porcel).

El problema comienza cuando un creador-zorro, como Tolstoi, quiere ser un creador-erizo por convicciones teóricas, lo que crea una lucha entre su talento natural y sus opiniones, una lucha entre la realidad de la vida moral –ilusoriamente real– y las leyes que lo gobiernan todo –realmente inaccesibles. (Y quien diga que puede llegar a conocer estas leyes, sea un científico, un historiador, o un filósofo, sería un impostor). Pero también las hay, como recordaba W.H. Auden, que, como no la encuentran en la vida, querrían imponer una férrea unidad a su arte (Henry James sería un ejemplo; Carles Riba, otro; con los dos escenarios de ‘Primera historia de Esther’, Espriu se va por la tangente). En las conductas humanas, según Berlin, encontraríamos una mezcla de formas concretas y diversas de vida (zorros), las cuales hemos querido dotar de unos sistemas unificadores abstractos (erizos) a través de la ciencia y la cultura. Una tarea inútil, según Tolstoi, porque el problema de la dinámica histórica es el del poder de unos hombres sobre otros. Pero, ¿qué es poder?, ¿cómo se adquiere?, ¿se puede transferir?, ¿se trata sólo de la fuerza física o, también, de la fuerza moral?

Los estados modernos (erizos) aparecieron para recluir y domesticar todo tipo de zorros –pueblos, instituciones, lenguas, grupos sociales, tradiciones, símbolos…– esparcidas por distintos territorios, imponiéndoles una férrea unidad en defensa, pretendidamente, del bien común y para armonizar los intereses particulares. (Atado a este diseño, siempre asoma Maquiavelo, que, sin embargo, sentía entusiasmo por una nación guerrera que gozaba, según él, de una libertad completa, junto con la pureza y la modestia de las costumbres: los suizos).

Ni que decir tiene que, en el contexto ibérico, el Estado español (“unidad de destino en lo universal”) ha sido, y quiere seguir siendo, el erizo coactivamente unificador de los zorros del territorio bajo su dominio. Y, ¿qué hay de Cataluña? ¿Su condición de zorro trágico le había forzado a hacerse un Estado-erizo? A la Cataluña de estos años, podríamos aplicarle otros eslabones de la cadena simbólica: entre 2015 y 2017, por momentos, ha sido una decidida y firme vanguardista, con tendencia a creerse la Reina del Cielo, como tantas Alicias en el país de las maravillas; pero, desde 2017, es una débil y mezquina Mabel (1), asustada, como una intelectual cualquiera, al descubrir que la vida no es bonita ni amable ni dulce, lo que le hace adoptar, públicamente, actitudes pretendidamente ‘realistas’, propias de país acojonado de retaguardia. En la carrera emprendida entre 2015 y 2017, Cataluña parecía dispuesta a batir el récord de los cien metros lisos en la construcción de un Estado propio, sin plantear, sin embargo, la manera concreta de conseguir el premio y, mucho menos, qué haría del galardón, si lo conseguía; desde 2017, algunos pretenden entrenarse para un maratón (sin sustituir a los atletas ni a los árbitros, con un circuito fantasma, y ​​una meta desconocida), que debería convocar a quien se encuentra cómodo en el su lugar dominador y no necesita otra carrera: el Estado-erizo español.

En resumen, estamos ante dos fracasos en el autoconocimiento: el fracaso de quienes están convencidos de la certeza de su razón moral, pero sin responder a los interrogantes de Tolstoi sobre el poder, y los que se avienen a pensar lo que piensen los demás, dejando el poder en manos de los que ya lo detentan y quieren seguir detentándolo. Ahora podríamos distraernos con una nueva distinción entre arcádicos –un pasado armónico, donde cada uno hacía lo que quería– y utópicos –un futuro ideal, donde cada uno tendrá que hacer lo que le corresponda–; o entre mercuriales –en perpetuo estado de desfile festivo– y apolíneos –criaturas del autoritario fabricante de leyes–, pero los tiempos no están para murgas. Al no saber sintetizar velocidad y resistencia, agilidad y organización, imaginación y autoridad, Cataluña perdió una ocasión histórica. Todo ello por dos debilidades: la de una masa de gente que no pensaba en la posibilidad de descomponer el Estado opresor, cuando lo tenía cerca, por miedo a no saber construir, ella misma, otro (cuestión de conciencia de clase social); y la imposibilidad de que los poderes internacionales consideren seriamente la posibilidad de ayudar a hacer un nuevo Estado quien no sabe si quisiera hacerlo (cuestión de conciencia de clase dirigente).

Los escritores en catalán que acudieron en 2007 a la feria de Frankfurt fueron elegidos –dramáticamente elegidos– por la burocracia cultural de la Generalitat. Los escritores en catalán que han acudido en 2022 a la feria de Fráncfort habrán sido elegidos –tranquilamente elegidos– por la burocracia cultural de la Generalitat. ¿Qué ha cambiado? ¿Quién ha cambiado? ¿Qué nos ha cambiado? Lo que decíamos: la conciencia o no del poder propio.

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