Entre las imágenes y las noticias relacionadas con la reciente retirada rusa de la ciudad ucraniana de Kherson, hay una que ha pasado bastante desapercibida. Antes de evacuar completamente la ciudad, las tropas de Putin se llevaron numerosas obras de arte y objetos de valor…, y también los huesos del príncipe Grigori Aleksándrovich Potiomkin (habitualmente transliterado como Potemkin), enterrados en la ciudad catedral de Santa Catalina de la ciudad que él mismo había fundado en 1778. El hecho resulta tan insólito como remarcable porque –como trataré de explicar en los párrafos siguientes– la figura de Potemkin es un símbolo y una metáfora de la Rusia de los últimos doscientos cincuenta años.
Nacido en el seno de la baja aristocracia, atractivo, inteligente y ambicioso, Potemkin desarrolló una paralela y exitosa carrera en la alcoba de la zarina Catalina II y en la gobernación informal del imperio ruso, dentro del cual fue, durante las décadas de 1770 y 1780, el personaje más influyente. Desde esa posición, hizo dos cosas que caracterizan la política rusa contemporánea hasta hoy mismo: promover la expansión territorial hacia el sur, hacia los mares cálidos, ignorando la existencia de una identidad ucraniana (colonización de la llamada Nueva Rusia, anexión de Crimea…); y aparentar que el imperio era mucho más poderoso y próspero de lo que realmente era.
Esto último se concretó en los famosos “pueblos Potemkin”, que quizás la leyenda ha exagerado pero que tienen una base real. En 1787, durante una larga gira de la zarina y del cuerpo diplomático extranjero por las nuevas provincias meridionales, Potemkin procuró que los pueblos existentes aparecieran esplendorosos y/o mandó construir otros que eran sólo unos decorados de cartón piedra con figurantes, para impresionar a la monarca y su séquito, y al mismo tiempo realzar la propia tarea colonizadora.
Y bueno, buena parte de la historia rusa desde entonces se puede resumir en estos dos propósitos: el afán de ensanchar las fronteras hacia el sur y hacia el oeste; y la constatación reiterada de que el aparente coloso tenía los pies tecnológicos y militares de barro. A lo largo del siglo XIX, los ejércitos zaristas sólo obtuvieron victorias cómodas frente a adversarios con un grado muy inferior de desarrollo (el Imperio Otomano, los kanatos musulmanes de Asia Central…). Cuando los enemigos eran Francia y Gran Bretaña (por ejemplo en Crimea en 1853-1856), el desenlace era la derrota rusa.
En verano de 1914, a raíz del estallido de la Gran Guerra, pareció que con la movilización general rusa se ponía en marcha un rodillo humano de millones de hombres, con reservas inagotables, que nada detendría hasta llegar a Berlín y Viena. A la hora de la verdad, alemanes y austrohúngaros fueron casi siempre muy superiores en todos los terrenos, y el enorme ejército de Nicolás II acabó colapsando, derribando el régimen y abriendo las puertas a la Revolución Bolchevique.
Es cierto que esta norma del gigante con los pies de barro tiene dos grandes excepciones: la invasión napoleónica de 1812 y la invasión hitleriana de 1941. Pero observen que, en ambos casos, durante los primeros meses de campaña la resistencia de las tropas de Alejandro I o de Stalin se derrumbará. Hubo que ver al invasor extranjero en las puertas (o dentro) de Moscú, fue necesaria la ilimitada brutalidad de la ‘rassenkrieg’ (guerra de razas) nazi para que se produjera en la sociedad rusa de principios del siglo XIX, en la soviética de mediados del siglo XX, una reacción instintiva de autodefensa, un impulso casi biológico de preservación de la tierra natal que, a costa de enormes sacrificios (inmensamente mayores en 1942-1945), consiguió expulsar y derrotar a los pretendidos conquistadores venidos de Occidente.
Esta idea de “la patria en peligro” sólo funcionó en las dos ocasiones mencionadas. No lo hizo en Afganistán (1979-1989) porque, lejos de defender el propio territorio, allí el Ejército Rojo protagonizaba una guerra de expansión y conquista para la que demostró no estar preparado. Y tampoco lo está haciendo en Ucrania desde el pasado febrero, porque toda la intoxicación mediática putiniana no ha podido convencer a la sociedad rusa de que está haciendo frente a una invasión foránea, o que Ucrania representa una amenaza existencial para la Federación gobernada desde Moscú. Una buena prueba es la desbandada de los cientos de miles de jóvenes expatriados a raíz de la movilización parcial decretada por Putin en septiembre.
Al mismo tiempo, estos nueve meses de guerra han mostrado de nuevo la imagen del gigante descalzo. Si en 1914 las botas de los soldados del zar tenían suelas de cartón que se deshacían en la primera lluvia, en 2022 los vehículos del interminable convoy que debía tomar Kiiv desde el norte tenían los neumáticos degradados y las orugas estropeadas. Hoy, y si dejamos a un lado el arsenal nuclear, el ejército ucraniano está mucho mejor armado, dirigido y motivado que el ruso. Los enormes misiles que desfilan cada año por la plaza Roja son un poco los “pueblos Potemkin” de Putin; pero la realidad está en el puente de Kertx volado, en el crucero Moskva hundido, en las ciudades de Járkov o Kherson liberadas.
ARA