El uso que el general hizo de la promoción de sí mismo es digno de estudio. Así se transformó un hombre en dios gracias a la propaganda
Julio César, nacido hace más de 2.000 años, se ha convertido en el más legendario de los romanos y en el más presente y vivo en nuestro siglo XXI. Y no solo en el cine, la literatura o los videojuegos, sino también en cuestiones más cotidianas, como el calendario, el lenguaje o la política.
Pocos personajes históricos han influido tanto como César en la humanidad. Y menos aún han conseguido mimetizar su recuerdo con la vida de millones de personas en todo el mundo a lo largo de todas las eras. Para conseguir eso, la mayor de sus gestas, César tuvo que vivir una vida de proporciones épicas, sí. Pero también cocinar la realidad histórica de su personaje para crear ese mito imposible de olvidar y obviar con el que convivimos cada día. Esta es la historia de cómo lo consiguió.
En palabras de la historiadora Mary Beard, el joven César no era sino “otro pijo de Roma”. El típico aristócrata destinado a pasar un tiempo en el Ejército para, posteriormente, optar a diversos cargos al servicio del Estado. Pero algo falló. César, quizá emulando a algunos de sus predecesores inmediatos, como Sila o Mario, iba a romper las reglas para conseguir el poder. Y el primer paso para lograrlo sería el de reescribir su historia, con el fin de nutrirla de leyendas que fortalecieran su imagen.
Una de las más conocidas, de entre las posibles invenciones de César, tuvo lugar en el año 69 a. C. Estando en Hispania, visitó una isla cerca de Cádiz donde una estatua de Alejandro Magno presidía el horizonte. Y allí, según registraron sus deudos, César lloró porque, mientras el general macedonio había logrado todo a los 33 años de edad, él no había conseguido nada. Después se enjugó las lágrimas y declaró que, a partir de aquel momento, orientaría su vida a buscar la más absoluta de las glorias.
Lo cierto es que no tenemos ninguna prueba de la realidad de este episodio, pero muchos historiadores coinciden en que aquel relato fue un intento de César de ligar su vida a la del icónico Alejandro Magno. Y si fue así, funcionó, pues desde entonces han sido dos figuras que tienden a compararse.
Pero, para convertirse en un héroe nacional, César necesitaba algo más que un propósito de enmienda a toda su vida, aliñado con un forzado paralelismo con Alejandro. Debía emular al macedonio. Y para eso tenía que protagonizar una guerra que perdurara para siempre en el recuerdo de los hombres.
De las Galias al Rubicón
Antes de sus gestas militares, César comprendió que alcanzar el poder pasaba por acercarse al poder. Y en aquel entonces, el poder lo encarnaba Pompeyo, héroe del momento. Su apoyo al general más popular de Roma trajo sus frutos, y, como es conocido, acabó formando una sólida alianza con él, que se tradujo en que César partió a la Galia con un puñado de legionarios a sus órdenes y la oportunidad de convertirse en un referente militar.
En la Galia, César, en palabras del historiador Josiah Osgood, aparte de conquistar multitud de tribus, crea un personaje “que pasará a la posteridad”. El suyo. Y lo consigue gracias a que escribió su hazaña, ‘La guerra de las Galias’, en un lenguaje sencillo, llano y directo. No para que fuese leído por los más cultivados, sino para que fuera recitado a la masa de romanos que poblaban las calles. Esto es, para que toda Roma supiera lo grande que era.
Un ejercicio de propaganda genial. Hoy sabemos que algunas de las batallas que narró fueron, más bien, masacres indiscriminadas. Tampoco suele negarse que, probablemente, adornó y engrandeció sus hazañas, aunque sin exageraciones insostenibles.
La guerra le sirvió también para incrementar su patrimonio personal de forma notable. De este modo, no tardó en convertirse en uno de los millonarios de la época. Pero, aunque se quedó con buena parte del botín, se ocupó también de que los legionarios recibieran un inmenso premio, y aportó miles de esclavos y de sestercios al tesoro de Roma. Para entonces, César tenía once legiones a su cargo, y el Senado, con Pompeyo a la cabeza, decidió que había que sacar de escena a aquel temible propagandista.
La guerra civil estalló. César contra Pompeyo, por simplificar el asunto, aunque, realmente, era César contra lo que quedaba de la República. Y lo más notable es que César consiguió, de nuevo mediante el ejercicio de la propaganda, transformar su imagen de golpista, lo que realmente era, en la de un libertador.
Funcionó. Su táctica de dar un golpe de Estado, a la vez que se proclamaba garante de las libertades, acabó calando, y el malo de la película pasó a ser Pompeyo. Fue entonces cuando César intentó repetir el ejercicio publicitario de ‘La guerra de las Galias’ con ‘Guerra civil, el relato de su lucha contra Pompeyo. Hoy los historiadores creen que buena parte de los hechos narrados son ciertos, aunque coloreados y maquillados con el objetivo de dar, nuevamente, una imagen heroica y positiva de un César que todavía no tenía todos los resortes del poder en sus manos.
Sin disimulo
Muerto Pompeyo y acorralados sus últimos adversarios, César adquirió y ejerció un poder tan absoluto como el de los futuros emperadores. Aunque otra de sus genialidades propagandísticas consistió en disimular que era el soberano de Roma, haciéndose pasar, sencillamente, por un ciudadano algo especial.
Ya con las riendas en las manos, César puso en marcha un programa de infraestructuras, subvencionó el alimento para la plebe y divirtió a Roma con impresionantes espectáculos. Además, aumentó el número de senadores de trescientos a novecientos, llenando la Cámara de partidarios, y promovió leyes con las que atraerse a la clase ecuestre, al tiempo que incrementaba los salarios de los soldados para mantenerlos adictos a su causa. Hizo, en definitiva, lo que cualquier populista de libro habría hecho.
Pero, más allá de esta serie de medidas, César innovó a nivel propagandístico como nunca se había atrevido a hacerlo ningún otro romano. Ordenó que se erigieran estatuas suyas en todo el territorio controlado por Roma, y fue, además, el primero en acuñar moneda con su rostro impreso. A partir de ese momento fue imposible para los romanos obviar cómo era su líder y, lo más importante, comprendieron que era el único jefe.
Nuestro hombre no se quedó en lo material: quiso ascender a divinidad. Y parece que los senadores, queriendo halagarlo, comenzaron a ofrecerle homenajes desproporcionados. Ciertamente, César contribuyó a darse una pátina de divinidad, insistiendo mucho, como más tarde haría Augusto, en que descendía directamente de la diosa Venus y de Eneas.
En uno de los más conocidos episodios de la etapa final de César, su querido Antonio, ante la muchedumbre, le ofreció una corona. “Sé tú el rey de Roma”, debió de decirle mientras sus partidarios lo aclamaban. César lo rechazó hasta en tres ocasiones. Pero la representación teatral tenía truco. Pocos días antes, el Senado le había nombrado dictador vitalicio.
Lo que ocurrió después es historia y arte. Como sabemos, los conjurados acabaron con la vida física de César, pero fueron incapaces de anular su memoria. Y esto respondió, en parte, a una maniobra propagandística póstuma que Julio César incluyó en su testamento.
Antonio, que, sabiamente, leyó el testamento en público, hizo saber a la plebe que recibiría cuantiosos donativos del tesoro personal de César, quien, además, dejaba pagada una buena cantidad de juegos y festejos y entregaba sus jardines en el Trastévere al pueblo de Roma. Imaginemos el impacto de esto último en una abigarrada y asfixiante ciudad, sin lugares de esparcimiento, y quizá así entendamos la cólera popular descrita por Apiano, que sostiene que, tras incinerar el cadáver del dictador, la plebe enfurecida recorrió las calles buscando a los asesinos de su benefactor.
Todos fueron César
César alcanzó la inmortalidad como un mito. Hasta el punto de que sus sucesores en el Imperio romano llevarían su nombre, convertido con el tiempo en sinónimo de un cargo elevado dentro del entramado imperial.
César, ya dios, fue también ese mes estival que precede al de agosto, nombre que debemos a su inmediato sucesor, Augusto, tal vez el que mejor se empapó de sus enseñanzas en materia de propaganda.
Los romanos harían perdurar durante siglos el recuerdo del dictador. ‘Vida de los doce césares’ de Suetonio, ‘Vidas paralelas’ de Plutarco, ‘Las guerras civiles’ de Apiano, ‘La muerte de Julio César’ de Nicolás de Damasco, ‘La apoteosis de Julio César’ de Ovidio… Textos de los que beberían la literatura y el arte posteriores, hasta transformar a César en ese personaje que somos capaces de reconocer todavía hoy. Tal vez porque, en su día, no triunfaron otros documentos algo más críticos con la figura del romano.
Un ejemplo, obra nada menos que de un emperador, Juliano, más conocido como el Apóstata. Bajo el título ‘Césares’, Juliano retrata a los diversos emperadores que le precedieron y cómo acuden a un banquete celebrado por los dioses. En él, las figuras de aquellos son retratadas de forma sumamente crítica y con cierto tono de burla, pero destacaremos aquí el consejo que Zeus recibe antes de encontrarse con César: “Ten cuidado con César, va a por tu reino”.
Son quizá las palabras más certeras para definir al ambicioso personaje histórico cuya propaganda lo convirtió en líder absoluto en vida y en icono global tras su asesinato.
LA VANGUARDIA