De nuevo, en camino

Si nadie puede asegurar que el independentismo catalán vaya a conseguir mucho más apoyo popular, lo que está claro es que no va a perder el que tiene ahora.

No parece mal momento para dar un vistazo a la situación política catalana. Después de los tres meses negros y más agitados del soberanismo, del 28-S al 3-E, la puesta en marcha del nuevo Gobierno y de los trabajos de las comisiones del Parlament parecen un remanso de paz, una tarea casi bucólica. De manera que la ausencia de sobresaltos ahora permite una mirada más tranquila, imposible de tener tan solo un mes atrás. Por otra parte, los resultados del 20-D han desplazado la agitación y la zozobra al centro español, con el correspondiente rifirrafe mediático. Los episodios “nacionales” siempre son de mayor calado y, como suele decirse, quien ríe último, ríe mejor. Así, ha disminuido la presión sobre los independentistas catalanes y se sitúa esta sobre aquellos a los que el patriotismo español considera apestados por haber aceptado el reto de respetar el derecho a decidir de los catalanes. Aunque lo hayan hecho para conseguir que los catalanes decidan ser españoles. Y, por añadidura, la presión ha llegado a los que pudieran contaminarse (PSOE) con el contacto con los apestados (Podemos) por haber compartido candidatura con los que, sin ser independentistas (En Comú), quieren ser democráticamente consultados. Como se dice con humor por aquí, quizás el independentismo catalán no sea muy hábil en sus estrategias pero, particularmente en los peores momentos, España nunca falla a la hora de darle el empuje que necesita.

Vayamos a la cuestión. Catalunya, dígase lo que se quiera, es una sociedad compleja, diversa y avanzada, en la que es imposible conseguir pensamientos únicos ni grandes unanimidades. Incluso las recientes grandes demostraciones populares, y más allá de las apariencias o las lecturas malintencionadas, lo que tenían de grandioso era, precisamente, movilizar a gente muy diversa; como habían podido conseguir las grandes manifestaciones de 2003 en todo el mundo en contra de la guerra de Irak sin que a nadie se le ocurriera desmerecerlas por ser resultado de un adocenamiento mediático. De manera que, al ir a votar, y a pesar del fondo plebiscitario de la convocatoria del 27-S, los catalanes votaron cosas distintas y de manera diferente. Ciudadanos y PP aceptaron el carácter plebiscitario, igual que Junts pel Sí. Pero la CUP añadió al voto independentista otras cosas: su anticapitalismo tradicional y, en sus votos prestados, la desconfianza, la presión e incluso el odio hacia Artur Mas. Por su parte, el PSC y En Comú-Podem, se repartieron el voto de izquierdas clásico y la indignación de nuevo cuño, ambos incómodos con el independentismo. Total: un resultado que no hubiera podido ni imaginar el peor enemigo del independentismo.

He repetido en muchas ocasiones que la negociación entre Junts pel Sí y la CUP era como si dos individuos distintos, ante un mismo tablero, jugaran uno al ajedrez y el otro a las damas. O peor: uno al parchís y el otro a la oca, forzando la interpretación de las reglas de juego en cada tirada. El acuerdo era imposible de alcanzar. Y lo era no solo por la particular cultura política de la CUP, sino por la menos ventilada cultura política de ERC que veía cómo el desacuerdo quedaba polarizado entre CUP y Mas sin que ella sufriera daño alguno. Mi impresión es que Mas decide retirarse no solo por la intransigencia de la CUP sino muy especialmente por la debilidad interna de Junts pel Sí. La retirada de Mas desconcertó a todo el mundo, y muy en especial a sus adversarios, próximos y lejanos, directos e indirectos, de coalición o de partido. Algunos opinan que ha sido la gran y única jugada política de Mas, un personaje precisamente poco político, siempre fiel a -y prisionero de- sus lealtades y compromisos.

El independentismo mayoritario, entre tanto, sufrió mucho. Incluso en las últimas semanas de aquella negociación agónica reapareció el “independentista emprenyat” -el independentista cabreado-, nueva versión del “català emprenyat”, figura que ya se daba por superada, muy bien descrita por Enric Juliana en los años 2004 y 2005. Es decir, rabió. Como en tantas otras ocasiones, muchos se frotaron las manos suponiendo que -ahora sí- había llegado el principio del fin definitivo del independentismo. Son los que no han podido ni querido comprender que hay pasos en la vida que no tienen marcha atrás. Y si nadie puede asegurar que el independentismo vaya a conseguir mucho más apoyo popular, lo que está claro es que no va a perder el que tiene ahora. La política catalana, ayudada por el gran reto en el que está metida, lleva tiempo viviendo episodios agónicos que suele conseguir salvar en el último minuto. O, como en el fútbol, en los minutos de descuento que salvan finales. Y sí: algo le queda de ciclotímica a la política catalana, como lo había sido tradicionalmente la afición culé. Grandes euforias seguidas de grandes depresiones. Pero un largo ciclo de victorias, al final, cambia el carácter a cualquiera. Incluso al culé de toda la vida.

¿Y ahora qué? Pues a seguir adelante, aprovechando el legítimo mandato democrático ganado limpiamente en las urnas. Existe mayoría parlamentaria para seguir con el plan independentista, sabiendo y aceptando que, tarde o temprano, la independencia va a ser posible solamente ganando un nuevo referéndum, con propuesta clara y a sí o no, con legalidad catalana si no se consigue pactarlo dentro de la española. ¿Y cómo ampliar la mayoría social actual? Pues con tres instrumentos. Uno, invitando a un debate constituyente de carácter participativo, inédito en todo el mundo hasta ahora. La posibilidad de participar en la invención de un nuevo país puede ser un gran aliciente para los menos entusiastas. Dos, con un gobierno acertado en el día a día, difícil por la obstrucción que el Estado va a seguir poniendo, pero capaz de mostrar lo que podría ser posible en un escenario de soberanía. Y tres, con una buena propuesta de futura colaboración con España, desde la igualdad en dignidad nacional, que asegure una mejor conexión futura entre las dos naciones. Así, abandonando tics antiespañolistas, se destensarían las lógicas y respetables resistencias emocionales, en ambos lados.

La moderación y a su vez la claridad de los próximos pasos, sin precipitaciones -pero no sin prisa-, va a ser determinante. Se deberán evitar los errores, habrá que ganarse la confianza en Europa y no va a ser fácil mantener la cohesión interna del Gobierno. Pero al proceso, de momento, no se le ve ni el final ni está cansado a pesar de algunas magulladuras. El nuevo presidente va a soltar el lastre que pesaba sobre la anterior etapa, ya muy afectada por una persecución política y mediática feroz. El Muy Honorable Carles Puigdemont incluso ha demostrado que tiene un gran sentido del humor y de la ironía, que hasta ahora han sido la principal arma catalana para resistir las amenazas y no sucumbir al miedo. Como cuando en su toma de posesión, con gran y sobria solemnidad, hizo suyo un eslogan, nada más y nada menos, que de Ciudadanos: “Imposible es solo una opinión”.

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