Hace un mes aludía a las dificultades que nuestra pobreza simbólica plantea para promover corrientes de opinión estrictamente catalanas. Mientras la nación de al lado se identifica sin complejos con los residuos de arcaicas culturas sacrificiales, los catalanes huyen de las tradiciones como de la peste y a lo sumo emplean los símbolos por refregarlos en la cara del adversario como si destiñesen algo feo. No hace mucho, una señora de ICV, cuyo nombre no recuerdo porque debe de ser de las que menos barbaridades han cometido, definía a Joan Laporta como un Berlusconi con barretina. El chiste tiene gracia pero, puestos a decirla de padre y muy señor mío, encuentro que podría haber comparado al presidente del FC Barcelona con Bush o, por qué no, con Hitler. Precio por precio, zapatos gordos. Ahora, lo que más da risa es que en el imaginario de ICV el diablo lleve barretina.
¿Qué les ha hecho, a estos aprendices de brujo, la barretina? No hay que invertir sudor exegético. La barretina desciende directamente de la gorra frigia, que identificaba a los esclavos liberados por los romanos. Y no hay que darle vueltas, es como el símbolo de la querida manumisión de un pueblo que horroriza a los recién llegados a la política democrática. No importa nada que el labrador de Miró, encarnación ideal de este símbolo, reapareciera en el cartel antifascista “Aidez l’Espagne” en la Exposición Universal de 1937, ni aunque la República francesa lo honrara dedicándole un sello, quizás para reconocer el mismo gorro que lleva la Marianne en la pintura de Delacroix La libertad guiando el pueblo. Entre los despojos del Mayo del 68 se incuba una manía contra esta pieza, cuya desaparición Verdaguer lamentaba en un magnífico poema sobre el autoodio, que los de Iniciativa tendrían que recitar 100 veces en penitencia por los paisajes de invierno, 200 por los abetos a pedales, 500 por las manifestaciones contra Israel, y unos miles de veces, sin respirar, por el antiamericanismo militante. El mal de ICV no quiere ruido, ¿pero qué haremos si insisten en ponerse en evidencia?
¿Tan segura es nuestra cultura que podemos permitirnos extremar nuestra indefensión simbólica? CiU no lo entiende así y se ha aprestado a dotarse de nuevos emblemas. Hay un cierto riesgo, sin embargo, a construirse símbolos a medida, puesto que la eficacia de estas herramientas depende de si resumen la voluntad de personas muy diversas en identificación espontánea. Un símbolo que apele al particularismo de intenciones no funciona.
Inventándose un símbolo, CiU corre el riesgo de proyectar, no ambición nacional, sino supeditación partidista, lo cual es normal cuando hay un marco nacional de referencia. Pero en Cataluña, el marco es justamente lo que está en pugna. Urge, pues, armarse con símbolos que definan el marco y declaren sin circunloquios el horizonte de cada partido. Aclarar esto es el primer paso en la regeneración política, pues sin transparencia en materia nacional no puede haber confianza.
Confianza no es precisamente lo que inspira el lema Todos somos CiU, que da por resuelta la cuestión sin ni siquiera comenzarla. Porque si este eslogan quiere ser algo más que un silogismo -“todos somos CiU los que somos a CiU-, resulta de una falsedad evidente. El problema de CiU, como el de los otros partidos, es la incapacidad de apelar a un denominador común que sólo podría ser un referente ineludiblemente nacional. Tampoco es que los contrarios sean más habilidosos en elegir simbología. El veraneo del presidente Montilla en Andalucía es un mensaje nada subliminar a unos electores que lo votan por razones identitarias. Si la dificultad de CiU es casar imagen con compromiso, la del PSC es generar símbolos positivos que no sean símbolos españoles.
Artur Mas podrá ganar gracias a una emergencia circunstancial, pero es dudoso que capitalice el entusiasmo latente, que es la otra cara de la desafección. La parte más activa de la sociedad se le ha adelantado en el terreno nacional y no olvida que el pujolismo acabó siendo sinónimo de inmovilismo. Mas prueba símbolos como quien se prueba sombreros (pero no barretinas). En las pasadas elecciones juró fidelidad en Cataluña ante la tumba de Guifré el Pelós, el primer independentista. Espectacular dramatización de unos principios. Pero ¿sabemos estar a la altura de nuestros símbolos?
(*) Bandera estelada es la bandera catalana con la cuatro barras a la que se añade una estrella sobre fondo azul. Es símbolo del independentismo catalán.